Los hechos son tozudos. La región norte del país, que comprende tres departamentos, registra una inundación casi total de alrededor de 100.000 kilómetros cuadrados, la anegación de miles de hectáreas de tierras agrícolas y pecuarias, la pérdida de millones de dólares en alimentos, la inundación de importantes ciudades y, en general, un estado de desastre de incalculables perjuicios.
Lo peor de ese antecedente es que una población de alrededor de un millón de personas se encuentra viviendo en un verdadero mar de aguas contaminadas, carece de alimentos, tiene grandes dificultades para ponerse a salvo, enfrenta el peligro de epidemias, está amenazada por mayores turbiones y animales peligrosos que han huido a las alturas en busca de protección. Ancianos, mujeres, niños y adultos sobreviven precariamente en medio de un océano.
La situación de esa numerosa población llegó al grado de la angustia, mientras en otros lugares del país se ignora esa tragedia y, en cambio, se festejó la fiesta del Carnaval con actos públicos con algarabía y despreocupación por la suerte de las víctimas de un desastre ecológico de proporciones no conocidas. Por otro lado, mientras se preparaba los bailes de carnestolendas, el Estado -que tiene la responsabilidad de enfrentar la crisis y proteger a los habitantes damnificados- hizo poco menos que la vista gorda y con pragmatismo insensible subestimó la situación con manifestaciones de suficiencia, asegurando que no declarará como zona de desastre la amplia región afectada por las fuerzas incontrolables de la naturaleza.
Frente a ese dramático estado social los pueblos del interior del país se han pronunciado por la urgente necesidad de que el Gobierno declare la región afectada como “zona de desastre”, de tal forma que pueda recibir la atención de urgencia no sólo de los organismos del Estado sino también de fuentes de origen internacional. Al mismo tiempo, las reclamaciones también han demandado con insistencia que las fiestas de carnaval sean suspendidas o por lo menos atenuadas.
Sin embargo, con argumentos poco convincentes, la declaratoria de región de desastre ha sido ignorada, aludiendo a causas nimias y despreciando el significado de los seres humanos, que tienen prioridad ante cualquier otro tipo de emergencias y que ante la importancia del individuo carecen de la menor importancia. Al respecto, autoridades han dicho que la crisis climática del Beni, Pando y Norte de La Paz no adquirió tanta gravedad como para que el aparato estatal tenga que pedir la colaboración de fuentes extranjeras, sobredimensionando, en esa forma, ostensibles factores subjetivos.
En general, el pueblo boliviano vio con pesar que el Gobierno no dicte las medidas de fondo para encarar la crisis del Noreste del país, determinación que, más a la corta que a la larga, se podría convertir en un bumerang, vale decir que el arma lanzada se vuelva contra su cabeza, en particular en oportunidad de las elecciones nacionales que se aproximan y en las cuales se recogerá la cosecha producto de una siembra carente de sentido humanitario, en aras de una evaluación arrogante de los graves momentos que se vive en el Noreste y donde pareciera que se ha olvidado el dicho de “gobernar escuchando al pueblo”.
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