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Las imágenes, los reportajes y los informes técnicos sumados a los de parientes y amigos no dejan lugar a dudas: Beni sufre la mayor precipitación en los últimos 60 años, tal vez la más grave en un siglo. Todas las poblaciones han sido afectadas, de Trinidad a Riberalta, de Guayaramerín a Rurrenabaque, Santa Ana, San Ignacio, San Javier, Cachuela Esperanza. Usted nombre un pueblo y le dirán que allí también ha llegado un diluvio, que la situación es desesperante y que las víctimas son muchas; las pérdidas son cuantiosas e insoportables.
Entre los benianos y sus hermanos del oriente nadie lo dudó: es una situación de desastre para la cual son insuficientes los recursos regionales o nacionales. El gobierno se niega a declarar la región como zona de desastre. Si lo fuera, el Beni y sus autoridades tendrían más holgura para obtener ayuda externa directa allende la que brinde el gobierno central. El gobierno dice que Bolivia no necesita de ese auxilio. El presidente Morales aseguró a los benianos que no abandonará a su departamento. Éstos quieren no sólo auxilio inmediato sino soluciones integrales, pues al paso que avanza el desastre pronto las canoas substituirán por completo a las mototaxis.
Creo que hay una terrible confusión. Billetera llena no significa preparación para actuar en desastres de escala mayor. Pregúntenles a los mejicanos (terremotos) o a los colombianos (erupción del Nevado del Ruiz). Nadie espera que la ayuda exterior resuelva todo el drama, pero muchos países y organizaciones tienen recursos que, ante situaciones de emergencia, pueden disponer sin mayores trámites. Sin que hubiera habido una campaña, el Papa Francisco donó 50.000 dólares; los residentes en Virginia enviaron otros 30.000; Francia ha prestado helicópteros para que el gobierno decida cómo utilizarlos independientemente de las prioridades que pueda tener una región afectada. Con todo lo generosa que pueda parecer esa ayuda, su volumen sería insignificante frente a la magnitud cuantificada de las pérdidas. Los ganaderos calculan que el agua se ha llevado hatos de ganado calculados en decenas de millones de dólares. La situación, ya grave, se complicaría de llegar las plagas que suelen acompañar a las tragedias naturales. Nadie las quiere, pero es previsor tomarlas en cuenta. ¿Puede Bolivia sola enfrentar el desastre?
En Riberalta, la fuerza y volumen de las aguas que hace pocos días llegaron hasta cerca de su plaza principal, reventaron alcantarillas, mientras en otras ciudades los refugiados colmaban escuelas y hospitales. Gracias a muros de contención, Trinidad consiguió detener los turbiones. Pero cientos de poblados ribereños han quedado anegados y las ciudades mayores hacían esfuerzos extraordinarios para socorrer a los damnificados. El agua va ganando zonas que antes parecían seguras.
Todo el país ha registrado actitudes solidarias. El Defensor del Pueblo postuló la suspensión nacional de los carnavales. Algunas autoridades distritales, en una decisión encomiable, cancelaron festejos y se colocaron en una vanguardia ética a los ojos de la nación. Una actitud equivalente asumió la gobernación de Santa Cruz, cuyos representantes trabajarán durante jornadas que en otros lugares serán festivas. Los comités cívicos de La Paz, Potosí, Beni, Santa Cruz, Cochabamba y Tarija, convocaron al gobierno nacional a declarar como zona de desastre al departamento norteño sin cálculos políticos.
Estamos ante una tragedia que suele llevar a las sociedades a un quid pro quo (una cosa por otra) desagradable. Tarde o temprano las cartas se dan la vuelta y se presenta el veredicto que encierra una frase famosa de una de las obras de Hemingway: “No preguntes por quién doblan las campanas. Tal vez doblan por ti”.
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