Segunda guerra mundial
Por Hans Benirschke
Hamburgo, Marzo (DPA).- Cuando las armas callaron en Europa en 1945, la guerra del Pacífico entraba en la “apocalíptica” fase final de esta gran contienda.
Finalmente, el 2 de septiembre de 1945, Japón capitulaba por orden del emperador Hirohito, apenas tres semanas después de que la bomba atómica arrasase Hiroshima y Nagasaki. Finalizaba así, después de seis años, la II Guerra Mundial, la contienda más sangrienta de la historia del género humano.
Como resultado de la guerra, que alteró totalmente el rostro de Asia, las potencias europeas: Gran Bretaña, Francia y Holanda perdieron sus imperios coloniales y Japón tuvo que enterrar sus sueños hegemónicos.
En los años ‘30 el militarismo japonés había iniciado un brutal movimiento expansionista en Asia y el Pacífico. La guerra de agresión contra China alcanzó niveles de crueldad hasta entonces nunca vistos.
Los militares nipones, sobre toda la Marina Imperial, concibieron la idea de expulsar a los europeos del Sudeste Asiático, apoderarse de las fuentes de materias primas de la región y cortarles a los chinos definitivamente las vías de aprovisionamiento.
Parece que la decisión secreta de emprender una vasta guerra de conquista en el área del Pacífico –también contra Estados Unidos, si fuera necesario– se tomó en Tokio, en julio de 1940, casi al mismo tiempo que Hitler decidía en Europa poner en marcha la “Operación Barbarroja”, que se traduciría en 1941 en el ataque alemán contra la Unión Soviética.
Para “cubrirse la espalda” en el Asia Oriental soviética, Japón firmó con Stalin el 13 de abril de 1941 un pacto de no agre-sión. La progresiva penetración militar nipona en el Sudeste Asiático y el embargo comercial estadounidense contra Japón desde julio de 1941 aceleraron la carrera del país del “Sol Naciente” hasta el abismo.
El 7 de diciembre de 1941, los japoneses atacaron por sorpresa la flota americana del Pacífico fondeada en Pearl Harbor, en las Islas Hawaii. Tres días antes, Tokio ha-bía recibido seguridades de Hitler y de Mussolini de que también Alemania e Italia entrarían en guerra contra Estados Unidos.
Al principio de la guerra, los japoneses sólo se apuntaron victorias. En poco tiempo se apoderaron de Indochina, la península ma-laya, con el estratégico puerto de Singapur, las Islas Filipinas, Tailandia, las Indias holandesas (hoy Indonesia) y plantaron pie en Nueva Guinea, lo que suponía una amenaza grave para la vecina Australia.
Según historiadores estadounidenses, el ministro de la Guerra japonesa había esbozado un delirante plan de dominio de toda el área del océano Pacífico y países ribereños, incluídos Australia, Nueva Zelanda y Centroamérica. Pero Estados Unidos, entre tanto, había puesto todo su formidable potencial industrial al servicio de la guerra y las primeras grandes batallas navales del Pacífico asestan un mazazo a las ambiciones hegemónicas niponas.
Frente a la costa nordeste de Australia, en la batalla del Mar de Coral, los acoraza-dos y portaaviones de Estados Unidos y Japón chocan con estruendo por primera vez. Es el mes de mayo de 1942 y Australia se salva. Como contragolpe, el almirantaz-go japonés quiere apoderarse de las Islas Midway, a mitad de camino entre ambas riberas del Pacífico, con el propósito de amenazar de cerca las Islas Hawaii e inclu-so el propio continente americano.
La batalla cambia el signo de la guerra en el Pacífico: con bombardeos en picado, los bombardeos de Estados Unidos hunden en pocos minutos cuatro poderosos portaavio-nes japoneses, además de otros barcos de guerra. En las Islas Midway queda patente que la guerra del Pacífico van a decidirla los portaaviones, y no los pesados acora-zados que yerran por los mares como tor-pes dinosaurios de acero, sin apenas hallar blanco digno de su poderosa artillería de largo alcance.
De isla en isla, y en Birmania, america-nos y británicos van obligando al enemigo a retroceder. Nombres como las Islas Salo-món, Guam, Iwo Jima, Okinawa o el Golfo de Leyte, en Filipinas, son otros tantos ja-lones de esta estrategia. La batalla de Ley-te supone para los japoneses un desastre naval del que ya no se recuperarán: pierden cuatro portaaviones, tres a-corazados y seis cruceros.
Los japoneses recurren a un arma nueva: los jóvenes pilotos suicidas “kamikazes”, que se lanzan con el avión contra los barcos enemigos. Pero tampoco los “kamika-zes”, empleados por primera vez en noviembre de 1944, logran cambiar el curso de la guerra.
Después de apoderarse de las Islas Marianas, paso pre-vio a la reconquista de Filipi-nas por el general Douglas MacArthur, Japón ya está al alcance de los bombarderos estadounidenses, que desde noviembre de 1944 realizan raids sobre Tokio. La derrota final del Japón empieza a to-mar visos de realidad concre-ta.
Para que los cielos queden, sin embargo, despejados para los “superfortalezas vo-lantes” B-29 en sus incursiones a Japón hay que destruir los radares japoneses que alertan de la proximidad de los aviones estadounidenses desde dos pequeñas is-las próximas al archipiélago nipón: Iwo Jima y Oxinawa.
Iwo Jima, es tomada a sangre y fuego en una terrible batalla de casi un mes, iniciada el 19 de febrero de 1945 con el desem-barco de dos divisiones de “nucas de cue-ro”, el ataque le costó a Estados Unidos cerca de 7.000 muertos.
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