Melancolía de la canción popular lisboeta
Erasmo Magoulas
Hace unos años, leyendo Me llamo Rojo, del Nobel Orhan Pamuk, me quedé maravillado de cómo se puede, con palabras, traer a la superficie ese estado del espíritu que llamamos melancolía. Tal vez ese sea el gran tema literario del escritor turco. Tema que maneja con destreza, mediante movimientos lentos y precisos, para mantenerse en esa delgada frontera que divide la felicidad de la nostalgia, que no es ninguna de las dos, pero las contiene a ambas.
Cuando puse pie en tierra en Estambul, y en otras ciudades cercanas al Mar Negro, y al sur del Mar de Mármara, comencé a tener una idea más acabada sobre lo que escribe Pamuk: el estado melancólico del espíritu, del paisaje, del entorno humano, de los gestos, y hasta de los objetos insignificantes y las actitudes nimias que nos rodean. Pareciera que la melancolía es un estado de gracia, de percepción iluminadora del espíritu, sobre todas las cosas y fundamentalmente sobre nosotros mismos.
Muchos años antes de mi viaje a Turquía, estaba yo en París, haciendo “couchsurfing” en un microscópico departamento de un cuñado mío, de por aquel entonces, en el barrio de Père Lachaise. Pero como todo lo bueno se acaba pronto, había que regresar a España. Mi excuñado me acompañó a la terminal de autobuses. Mi Francés (pornográficamente anoréxico) causaba en los parisinos muequitas burlonas, o actitudes de civilizadores condescendientes con el bárbaro, (comprensible), lo que no quita que me produjera, tanto una actitud como la otra, un estado de irritación notable.
Y ya se sabe que los franceses no toleran el Inglés y cuando se les habla en ese idioma se hacen los que no lo entienden. Había varios itinerarios para llegar a la Costa del Mediterráneo español. El más razonable hubiera sido de París a Barcelo-na, y de ahí a un paso de mi destino final. Pero a mí me gustan las resoluciones complicadas, por eso del Pensamiento Complejo y esa milonga de la Teoría del Caos. Más que gustarme, yo diría que las complejidades me persiguen, tal vez por-que yo las atraigo, sin quererlo obvia-mente. Así que el camino para llegar a mi destino final sería una estadía de una semana en Lisboa.
París-Lisboa es un viaje en autobús de poco más de un día. Hicimos varias paradas, las más importantes fueron en Bor-deaux y en Salamanca. Al llegar por primera vez a Lisboa, sentí eso que leí de Pamuk, sobre Estambul, muchos años después. ¿Será el agua?, como dice una amiga. Tal vez. El agua y los puertos condensan la inquietud del lugar que se quiere olvidar, o el dolor inenarrable de la partida del entorno amado, o la incertidumbre que implica cualquier arribo. Y esos estados del alma no se evaporan como nubes pasaje-ras, sino que se impregnan como capas generacionales en un imaginario colectivo que tiene sus vidrieras en las literaturas, las músicas, las canciones del lugar. Marsella y la balada, Nápoles y la canzonetta, Buenos Aires y el tango, Pireos y la rebétika, Málaga y el fla-menco, Cádiz y la habanera, por nombrar solo algu-nos de los géneros musicales y líricos que condensan una gran dosis de melan-colía.
En Lisboa paré en un modesto pero muy pulcro hostal frente a la Plaza Don Pedro IV. Estaba a un paso de la Rua Augusta, de la majestuosa Plaza de Co-mercio, del puerto entre la desemboca-dura del Tajo y el Atlántico, del Café A Brasileira que frecuentaba el poeta Fer-nando Pessoa, del cual nunca se quiso despedir, por eso lo dejaron sentado en bronce, a su puerta. Me hice habitué del A Brasileira. Iba todas las mañanas y las tardes. El café tiene, entre su muchísima memorabilia, una gigantesca máquina de expreso, completamente de bronce, im-pecablemente lustrado, una verdadera reliquia de museo. El lugar está envuelto en un pasado de leyendas, personajes, espíritus, que ningún parroquiano quiere reemplazar por lo efímeramente nove-doso. La máquina de café la manejaba una angolana, una de las mujeres más bellas que haya visto jamás. La angolana me contó que había estado de visita por Buenos Aires. Le dije que yo era poeta como Fernando Pessoa. La angolana no se conmovió. Que le podía enseñar a bailar el tango, del cual era un maestro. Tampoco se conmovió.
Un día tomé el tren eléctrico que une Lisboa con Cascais. El tren va bordeando literalmente el mar, corre tan cerca del Atlántico que las ventanillas quedan al océano deben bajarse. Si el tren en sí mismo es un transporte melancólico, ese de Lisboa a Cascais, cumple con la cuota más alta. Al tercer día pregunté por un lugar donde se pudiera tomar un buen Trincadeira de Alenquer y escuchar au-téntico fado. Me indicaron un restaurante en el Barrio de Alfama. A pesar que las finanzas no lucían todo lo espléndidas que yo hubiera deseado, tuve que cance-lar algunos otros gastos que parecían prioritarios, para repetir mi visita al espectáculo de fado, en mi última noche en Lisboa.
Cargado de ese sentimiento confuso, que Pamuk sabe descubrir con maestría, me despedí de Lisboa, una de las ciuda-des más bellas de Europa, y del fado, música que estremece. Aunque uno nun-ca se despide definitivamente de nada, ni nada lo abandona para siempre.
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