Jorge Gómez Barata
La crisis en torno a Ucrania y Crimea forma parte de la zaga del fin del socialismo real y del colapso de la Unión Soviética, uno de cuyos elementos fue el inexplicable debilitamiento de las fuerzas políticas de aquellos países, especialmente de los partidos comunistas, que pasaron del poder a la oposición, y de fuerzas únicas y hegemónicas a fracciones a veces insignificantes, en algunos casos, prohibidas.
De 20 millones de militantes que llegó a tener el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) que ejerció el poder durante unos 70 años, su proclamado heredero, el Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR), registra en el padrón electoral menos de 200 000 afiliados. Su mejor resultado electoral es el 22 % de los votos para la DUMA (parlamento).Su líder Gennadi Ziugánov, en varias ocasiones candidato a la presidencia, ha logrado hasta el 32 por ciento de los votos.
En Ucrania, el partido comunista refundado en 1993, obtuvo en 1994 solo 83 de los 335 diputados, en 1998 llegó a 121 de 450, en 2002 retrocedió al obtener 66 escaños y en 2006 sufrió un descalabro al lograr 21. Con ligeras variaciones, como es el caso de Moldavia, el cuadro se repite en todos los territorios ex soviéticos y en los países ex socialistas de Europa Oriental, en los cuales el panorama no es menos patético. La pregunta es: ¿Por qué?
¿Por qué ninguno de aquellos partidos dio batalla? ¿Por qué el fin del sistema socialista, la caída de los gobiernos y el rediseño de los estados para adaptar su funcionamiento a los criterios del liberalismo y del capitalismo, los arrastró cuando se suponían que eran estructuras políticas que funcionaban con arreglo a códigos diferentes?
Aunque no existen respuestas fáciles, es probable que se trate de defectos y carencias en el diseño de sistemas políticos, en los cuales se instauró un modo de ejercer el poder que colocó a los partidos gobernantes en la cúspide de la pirámide social, no favoreció la relación con las masas, el desarrollo de capacidades para la lucha y la lid ideológica; inhibiendo el fomento de cualidades para desempeñarse en condiciones menos favorables.
Según definiciones teóricas convertidas primero en dogmas y luego en preceptos constitucionales y normas jurídicas, aquellos partidos lideraron las sociedades, dirigieron y orientaron a las organizaciones sociales y prevalecieron sobre el Estado y los gobiernos que, por su parte, los sobreprotegían. Tales organizaciones nunca confrontaron oposición porque no existía, no enfrentaron ideologías o clases hostiles, y cuando ello fue necesario, el esfuerzo corrió a cargo de otros órganos.
Nadie se ha atrevido nunca ni siquiera a sugerir que los millones de militantes del Partido Comunista de la Unión Soviética y sus más de dos millones de cuadros intermedios, quisieran o apoyaran la destrucción de su país. De lo que se trata es que no pudieron evitarlo, nunca se prepararon para tales eventualidades y llegado el momento, no supieron cómo hacerlo ni contaban con estructuras para ello.
La férrea disciplina que fue una de sus virtudes se transformó en defecto y el hábito de esperar orientaciones de “arriba” resultó paralizante. La incapacidad para generar inconformidad, y la vigencia del centralismo democrático que durante décadas proporcionó una cohesión formal, se transformó en su contrario.
De no haber disfrutado de los poderes omnímodos de que llegaron a poseer aquellos partidos, incluyendo el soviético, podrían haber librado con más eficacia batallas para las cuales estuvieron dramáticamente indefensos. Algo parecido les ocurre hoy cuando en otra escala y contexto, la historia se repite. Prometo ahondar en el asunto. Allá nos vemos.
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