Economía de palabras
Que los jerarcas de los gobiernos “revolucionarios” se enriquecen no es cosa nueva. El vicepresidente Álvaro García Linera no ha inventado nada.
Se dio incluso en la “madre patria socialista”. El mesías de los revolucionarios estalinistas, Carlos Marx, lo había profetizado, cuando dijo: “Toda la teoría comunista se puede expresar en una sola frase: la abolición de la propiedad privada”. Y luego precisó: “La burocracia tiene al Estado como su posesión. En esencia, el Estado es la propiedad privada de la burocracia”.
Yegor Gaidar hace estas citas en el libro “State & Evolution”, en que relata cómo fue que los jerarcas soviéticos acabaron con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas cuando decidieron tomar posesión, firme y clara, de los privilegios de que gozaban, como las dachas, los autos lujosos, las empresas que controlaban directa o indirectamente, etc.
El proceso de enriquecimiento de los jerarcas soviéticos comenzó muy pronto. Ya en 1927, Yuri Larin daba esta descripción de lo que hacían los dirigentes bolcheviques en la URSS:
“Dentro del aparato estatal hay un relativamente pequeño, limitado y muy identificable grupo de gente (diez, veinte, treinta mil) que usan sus cargos públicos para controlar varios negocios y registrarlos a nombre de sus parientes, compañeros o de ellos mismos.”
Aquí, al lado, en Argentina, los revolucionarios K han fatigado la infamia mientras se enriquecían a manos llenas y, como yapa, recibían los aplausos de los peronistas de su línea (los hay de todas las líneas).
El revolucionario Lula da Silva hizo escarnio del manejo público en Brasil. El finado Hugo Chávez dejó a su familia tan forrada que los de su descendencia no tendrán que trabajar por varias generaciones, aunque fuera de Venezuela.
Pero los nuestros son los campeones. Mezclan presupuestos legales con ilegales, hacen alquimias que luego presentan como sus grandes logros económicos, a veces con aplausos de algunos ingenuos.
Y no olvidan que deben enriquecerse, como se ha visto en estos días.
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