Alfonso Echávarri Gorricho
El silencio incomoda. Suelo comprobarlo con bastante frecuencia cuando tengo la oportunidad de dirigirme a un grupo de personas en alguna conferencia, charla o curso formativo sobre comunicación humana. Si deliberadamente, y en medio de un discurso, me quedo callado, como si hubiese olvidado qué es lo que quería decir y el silencio invade todo el espacio, observo que muchas de las personas presentes comienzan a mostrar ciertas señales de nerviosismo e inquietud.
En algunas ocasiones, ese silencio resulta tan estridente que hasta se intenta romper con un colectivo aplauso reconciliador. Antes de que esto suceda, retomo la palabra para hablar sobre el silencio, sobre lo que comunica, sobre lo que me comunica mi propio silencio. Tal vez, a alguna persona presente en la sala, ese silencio le ha permitido una experiencia empática, al modo de “qué mal lo tiene que estar pasando, si me ocurriese a mí…”.
El propio silencio ha favorecido estas reacciones internas y permitido la conexión con componentes tan importantes en el ser humano como la reflexión. El silencio reflexivo permite establecer un diálogo sincero con uno mismo, libre de ruidos que dificultan el íntimo contacto de la persona con su yo más genuino, capaz de reconocer la alegría, la tristeza, el miedo, la rabia. El silencio proporciona al ser humano la certeza de que hay algo en la vida que no es el “uno mismo” y es esto lo que impulsa al ser humano al encuentro y a la búsqueda, abriendo posibilidades creativas y de relación.
Sin embargo, el hombre moderno no tiene tiempo para el silencio. Pregúntate cuánto hace que no te has dedicado treinta minutos a escucharte libre de ruidos. No sólo los ruidos ambientales, sino también esa otra clase de ruidos que llevamos en nuestro interior: los ruidos de las preocupaciones, de los hijos, del estrés, del trabajo; los ruidos de tener al menos lo que tiene el vecino. Esos ruidos que consiguen que el ser humano se convierta en sordo de su propio pensamiento. También están los ruidos del pasado, con su sutil eco a modo de susurro que invitan a la persona a estar en dos cosas a la vez.
Por eso es necesario dedicarse al silencio interior. Aunque sería estupendo poder aislarnos de vez en cuando en formato físico, tampoco es necesario retirarse del mundo para trabajar “en” y “desde” el silencio. De hecho, podemos apoyarnos en las oportunidades que el día a día nos ofrece para estimular este contacto interior. Un buen libro, un paseo, una música que nos tome de la mano y nos adentre en el plano de la conciencia y de la intimidad. Un cielo estrellado, las olas del mar, los troncos en una chimenea o la oscuridad del salón de mi casa. Estamos rodeados de oportunidades que nos invitan al silencio que sana, que reconcilia a la persona consigo misma, la equilibra y le permite crecer.
Pero existe un silencio que enferma, que impide expresar el dolor y que enquista el sufrimiento amasando la angustia. Es ese silencio que no invita generosamente al viaje del encuentro sino que tiene como principal misión acallar el llanto y la injusticia. Ese silencio que intenta ocultar la pena disfrazado de “todo va bien”, el de la persona que es maltratada por su pareja bajo la morfina del auto convencimiento de que “en el fondo es buena persona y me quiere”.
Ese silencio hace daño porque separa de quien sufre. Como decía Gandhi: “La más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”.
También existe un silencio que posibilita el diálogo sincero, que permite escuchar el golpeteo de las cucharas durante la cena y que favorece el diálogo en la familia, que invita a escuchar, a preguntar “¿cómo te ha ido el día?” y “¿puedes pasarme un poco más de pan?, por favor”. Ese silencio une las manos de una pareja al declararse su mutuo amor y asiste al médico cuando le explica el diagnóstico a un paciente desconcertado.
Son silencios que unen y que no necesariamente están vacíos de contenido, pero que se desprenden de todo aquel ruido extraño y añadido que dificulta el verdadero encuentro humano, dejando espacio limpio para la palabra o para el pensamiento.
El autor es psicólogo del Teléfono de la Esperanza.
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