La Misa de Requiem en re menor de Wolfgang Amadeus Mozart fue compuesta en Viena en 1791 y quedó inconclusa a la muerte del compositor, el 5 de diciembre. A la finalización de Franz Xaver Süssmayr se le entregó al conde Franz von Walsegg, que había encargado la obra anónima de una misa de réquiem para conmemorar el 14 de febrero aniversario de la muerte de su esposa.
Es una de las piezas más enigmáticas de la música jamás compuesta, en su mayoría debido a los mitos y controversias que lo rodean, especialmente alrededor de la cantidad de la pieza fue completado por Mozart antes de su muerte. El manuscrito autógrafo muestra el introito terminado y orquestado en la mano de Mozart, así como los proyectos detallados del Kyrie y la secuencia Dies Irae en cuanto a los nueve primeros compases de “Lacrimosa”, y el ofertorio. No se puede mostrar en qué medida Süssmayr puede haber dependido de la hoy perdida “trozos de papel” para el resto, sino que más tarde afirmó el Sanctus y Agnus Dei como la suya. Walsegg probablemente tenía la intención de pasar el Requiem apagado como su propia composición, ya que se sabe que han hecho con otras obras. Este plan fue frustrado por una función a beneficio del público para la viuda de Mozart, Constanze. Una contribución a la moderna mitología es de Peter Shaffer 1979 juego Amadeus, en el que el mensajero misterioso con la comisión es el enmascarado Antonio Salieri, que tiene la intención de reivindicar la paternidad de sí mismo.
En medio de todos estos mitos que acompañan la obra se llegó a decir que fue la misma Muerte quien le encargó a Mozart su composición. O sea: Mozart escribió su propio Requiem, pero la Parca no le permitió terminarlo.
Lo que sí queda claro que es una de las obras más espectaculares de la creación mozartiana, considerada por muchos críticos co-mo su opera prínceps. Su fuerza e.
El Requiem se anotó para 2 cuernos de afloramiento en F, 2 fagotes, 2 trompetas en D, 3 trombones (alto, tenor y bajo), timbales (2 batería), violines, viola y bajo continuo (cello, contrabajo y órgano). Las fuerzas vocales incluyen soprano, contralto, tenor y bajo solistas y un coro mixto.
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Hablando de Mozart, quizá vale la pena conocer esta historia:
“Casi muerto, no hay que darse por vencido”
Marcelo Colussi
Mi amigo Walter Neumann, nacido en Chile como descendiente de una familia nazi fugada al finalizar la Segunda Guerra Mundial –por lo que manejaba un perfecto alemán– obtuvo recientemente su doctorado en musicología en Viena. El tema que investigó fue la obra de Franz Xaver Süssmayr, conocido fundamen-talmente por haber sido quien completara el Réquiem o Misa de Muertos que dejara incon-cluso su maestro Wolfang A. Mozart.
Llegó a meterse muy a fondo en la vida y obra de este clarinetista y compositor, de quien en realidad poco se sabe, siempre opacado por la grandiosidad del célebre maestro vienés. De sus incansables búsquedas proviene la carta que ahora vamos a hacer pública. En realidad, la misma no es nada misterioso que haya estado guardado por motivos especiales, por seguridad, para resguardar algún comprometedor secreto. No, nada de eso; simplemente, como sucede tantas veces, se traspapeló. Quiso la paciencia metódica de Werner encontrarla por casualidad. Lo interesante es que transmite una faceta del genial compositor austríaco nada conocida para nosotros, pero sin dudas muy familiar para Süssmayr.
La carta está fechada el 20 de diciembre de 1792, algo más de un año después de la muerte de Mozart. Se la dirige a su hermana, contando algunas cosas personales irrelevantes al día de hoy, y fundamentalmente ensalzando la figura de quien fuera su figura rectora, su guía, su modelo. Por cierto, modelo a imitar no sólo en lo musical, como el propio Süssmayr dirá, sino como patrón de vida. Desde ya, en todo momento el discípulo se siente inferior a quien fuera uno de los grandes genios musicales de la historia; en eso ni siquiera pretende compe-tir, y con toda la humildad del caso lo reconoce-rá en esta y otras cartas. Lo importante ahora –por eso incluimos esta pequeña pieza litera-ria– es rescatar lo que el mismo Süssmayr intenta poner en alto: que aún muriendo, cuan-do hay algo que decir, algo que transmitir, pese a todo –ya verán lo que nos dice en la misiva– es posible sobreponerse a las cosas más ad-versas. Hoy, tal vez, podríamos decirlo con una frase que ya se ha vuelto legendaria: “podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.
Querida hermana:
Como te había adelantado, no creo que para Navidad pueda llegar por la casa. Estoy verda-deramente abrumado con el trabajo que acep-té. Konstanze, la viuda del Maestro, confía en que podré hacerlo; espero no defraudarla, pero la verdad, querida hermana, a veces me pre-gunto para qué acepté tamaño reto. Fíjate el tiempo que pasó: ya va más de un año desde que él escribió el primer compás, y aún no hay miras de que yo lo puedo terminar. En verdad se lo habían encargado para completar en un mes. Yo estoy totalmente seguro que si no hu-biera sido porque apareció otro encargo del Emperador, lo hubiera terminado en el tiempo previsto. Algo que no acabo de entender es cómo hacía para componer con tanta rapidez. ¡Te aseguro que lo he visto yo con mis propios ojos: en una semana componía una sinfonía! Era increíble: mientras hacía el amor, compo-nía su genial música, le salía con la más total naturalidad. ¡Era un monstruo, un Leviathan!
Pues… ¡eso es ser un genio! No me cabe agregar nada más. Yo, que a duras penas pue-do ser un mediocre alumno de composición, me demoro un año –y espero que no sean otros doce meses más todavía– para escribir lo que él hubiera hecho en dos semanas.
Créeme, hermana, que de todos modos no lo envidio: me reconozco en mi mediocridad, que es lo más común para nosotros, los seres hu-manos comunes, y lo tomo como una referen-cia. No lo envidio, sino que trato de aprender de él. ¿Acaso piensas que todos los músicos pue-den escribir una sinfonía de más de 200 pági-nas en una semana? ¿Piensas que todos los músicos pueden escuchar una obra y al día siguiente repetirla íntegra, sin dudar, sin equi-vocarse en una sola nota? No, eso no es lo común: lo normal es lo nuestro, los que con gran dificultad podemos seguir los pasos de un guía genial como el Maestro.
Pero si hay algo que me enseñó, ya no a nivel musical (en eso es una fuente inagotable del que seguirán aprendiendo las generaciones venideras seguramente por varios siglos, no lo dudo), si algo me enseñó para la vida, como norma ética, es a sacar fuerza de flaquezas, a no darse nunca por rendido, a comprometerse en un todo por el todo en las cosas que se hacen.
Créeme, hermanita, que eso fue lo que más aprendí de él. Por supuesto que lo poco, po-quísimo de música que aprendí, se lo debo enteramente al Maestro. Pero hay algo que aún valoro más, mucho más: es ese espíritu de esfuerzo y compromiso continuo que tenía, que ponía en todo. Eran esas ganas de hacer todo con la más grande energía, tal como decía, cual si fuese la última vez en la vida.
En estos momentos no la estoy pasando muy bien; se me han juntado varias cosas. Por un lado, este peso que siento como abrumador, esta responsabilidad de terminar algo que, lo sé, me sobrepasa. ¿Tú piensas que remota-mente alguien, el día de mañana, se atreva a decir “el Réquiem de Süssmayr”? No, ¡imposi-ble! Aunque no lo haya compuesto en su totalidad el Maestro, será siempre el Réquiem de Mozart. No podría ser de otro modo. Pues bien: eso me atormenta. O más aún: el poder estar a la altura de las circunstancias. Y junto a eso, querida hermanita, una serie de cosas que se me han ido acumulando: las penurias eco-nómicas que nunca cesan, mis dolencias en los pulmones, y también el no ser correspondido por la mujer a quien amo, que no es otra que Konstanze…
Pero justamente en momentos difíciles es donde las enseñanzas del Maestro retornan con más fuerza que nunca: “casi muerto, no hay que darse por vencido”.
Te confieso algo, querida hermana: todo lo que yo estoy componiendo de esta fabulosa Misa de Muertos, no es mío. En realidad es-toy dándole retoques o inspirándome en cosas ya escritas o esbozadas por él. De he-cho, yo no he creado ningún tema nuevo; todo lo que algún día podrás escuchar de cabo a rabo en esta Misa no son sino ideas salidas de la cabeza de Mozart. Yo, con suer-te, las he acomodado, desarrollado. Aunque, vamos a lo que te quería decir: me siento abatido por la responsabilidad que pesa aho-ra sobre mí. Y porque la mujer que amo sé que me es imposible. Es más: así ella misma me declarara su incondicional amor, no sé si me atrevería a ponerle un dedo encima. Lo sentiría como un sacrilegio. ¿Yo con la que fuera mujer de mi Maestro? De todos modos, hay algo que me alienta. Es eso que te decía más arriba: “casi muerto, no hay que darse por vencido”.
El Maestro, en sus últimos días, aún en su lecho de muerte, escupiendo sangre en más de una ocasión, me dictaba sus ideas para el Réquiem, que ya había pasado a ser su pro-pia Misa de Difuntos. Y cuando yo no captaba exactamente la idea, me pedía el violín para hacérmelo escuchar.
Te lo confieso, hermana, porque sé que me sabrás entender: yo no estoy componiendo nada nuevo para el Réquiem, sólo estoy acomodando debidamente las ideas que el Maestro dejó sueltas. Son sus enseñanzas morales las que me hacen seguir adelante: casi muerto, sabiendo que le quedaban días, u horas por delante, con una fuerza que yo no sé de dónde sacaba, peleando con la muerte, o más aún: cantándole con una belleza tan profunda que no se puede creer que eso esté escrito por un mortal a pasos de vérselas cara a cara con Ella, su energía a prueba de todo es la más profunda escuela de moral que se pueda concebir.
¿Tú sabes cómo se puede hacer algo verdaderamente grande? No sintiendo nunca miedo, entregándose por completo a la Musa de la creación, ¡no rindiéndose jamás ante la adversidad! Si Mozart fue el más grande entre los grandes, es porque aún muriéndose no se entregaba. Incluso te cuento algo: ya alguna vez me lo había dicho veladamente, y en su lecho de muerte me lo reafirmó, ampliándome algunos detalles: el Maestro había sido abusado sexualmente de pequeño. Pero eso no era impedimento para que, fiel a lo que siempre me enseñó, se diera por venci-do.
Recuerda siempre eso, querida hermana: ni casi muerto hay que darse por vencido. Si no, no se puede hacer nada de valor. Si nos abandonamos, estamos ante la pura rutina, la pura sobrevivencia, la mediocridad. La desgracia no debe turbarnos sino, por el con-trario, ayudarnos a cargarnos de mayor energía para enfrentarla. Sé que lo entiendes, aunque te parezca raro. Hasta en los peores momentos, sólo la más absoluta y profunda confianza en que podemos salir adelante, es lo que nos permite sobreponernos. (…)
Verdaderamente increíble, ¿no?
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