Muchas veces, y podría decirse que en generaciones, surgió siempre una pregunta a los políticos y especialmente a los gobiernos: ¿cuáles serían las consecuencias teniendo conciencia y valores a favor del país? Las respuestas se han concretado generalmente en silencios o, peor, frustraciones y decepciones, porque se esperaba mucho de gobiernos que pudieron avanzar bastante en la lucha contra la pobreza, en buscar medios y modos para industrializar el país, en encontrar sistemas que permitan mejorar la educación y los servicios de salud y otros.
Lamentablemente, muy poco se hizo y, cuando se trata de analizar lo hecho por cada régimen -constitucional o de facto- normalmente se llega a una conclusión: muy poco, cuando pudo hacerse mucho. Hay que reconocer que muchas veces las mismas fuerzas componentes de un gobierno se encargan de poner trabas a buenos proyectos; otras veces, surgen los intereses creados en los militantes o componentes del partido o del entorno; varias veces se tuvo que enfrentar discordias, enfrentamientos, desaguisados de toda laya, confrontaciones y hasta enemistades profundas en el seno de algún partido que terminó dividiéndose en varios grupos sin raigambre alguno en el pueblo.
Lo más doloroso de estas situaciones es que, con escasas excepciones y en tiempos muy cortos, no se tuvo conciencia de país; es decir, conocimiento pleno de las urgencias y necesidades de la nación, de lo que debería ser prioritario a realizarse, de que eran precisos sistemas muy claros para cambiar los procesos educativos partiendo del principio de que los niños son terreno fértil para el conocimiento. Cuántas veces las discordias partidistas han desunido al país. Cuánto se hizo para no hacer gestión, no administrar, no gobernar, no disponer debida, honesta y responsablemente de los recursos financieros. Cuántas veces se estuvo apoyado por las “ayudas” y “comprensión” de países amigos y organismos internacionales. En cuántas oportunidades esas costumbres han determinado que se esté con la mano extendida en pos de los países ricos y desarrollados que hicieron el papel de limosneros (que son los que tienen, los que pueden dar y ayudar) entiendan las limitaciones de la nación.
A ningún partido y a ningún político se le ha ocurrido, jamás, hacer un examen de lo que hizo, de lo que propuso y no cumplió, de lo que usó en bien personal o de su partido antes de velar por los intereses nacionales. Cuántas veces el país ha sido medio y no fin. Todo, absolutamente todo, por falta de conciencia de país, carencia de amor y caridad, falta de valores para encarar debidamente los diferentes problemas. Cuántas veces se ha utilizado el gobierno para lo que no importaba al Estado porque así convenía al partido o a intereses mezquinos. Triste y doloroso es examinar, si es posible paso a paso, las múltiples discordancias, contradicciones, y hasta nomeimportismos de quienes han tenido el poder de la República en sus manos o, de aquellos que, desde el llano, podían contribuir a cambios certeros de políticas económicas y sociales que beneficien al país. Cuántas veces, corrientes políticas que estaban fuera del contexto gubernamental, han criticado, despreciado y juzgado mal lo que hacía el régimen; pero, ¿cuántas han sugerido remedios para todo lo criticado y condenado? Cuántos grupos y partidos políticos, muchas veces encabezados por líderes que se creía serían diferentes, se han guardado las soluciones para los diversos problemas, con el criterio -optimista y obnubilado- de que “serán aplicados cuando sean gobierno” y jamás llegó ese momento porque fueron rechazados en elecciones o perecieron por incompetentes e inconsecuentes.
Pensar y decir cuánto se podía haber hecho siquiera con un poco de conciencia y práctica de valores, sería muy largo y las respuestas a todo lo dicho quedan en los partidos que hoy están en el gobierno o en la oposición o, mejor, en el llano porque lo que no se hizo en décadas o en los 189 años de nuestra República, posiblemente se podría hacer en el futuro; pero, para ello habrá que abandonar la soberbia y la petulancia, las creencias de saberlo todo y entenderlo todo y tener remedios para todo, cuando, en la realidad de la práctica, seguramente saben muy poco o nada.
Estamos a pocos meses de las elecciones, y este tiempo debería servir para pensar no tanto en las campañas proselitistas sino en lo que necesita el país, en cuánto se le puede dar en lugar de exigirle cada vez más; en cuánto se podría contribuir, ahora, a solucionar muchos yerros y buscar, tal vez juntamente con el mismo gobierno, remedios que sean ciertos, eficaces, factibles y con la debida continuidad. No hacerlo implicará, de todos modos, práctica del nomeimportismo y decisión absurda de esperar a las “calendas griegas”.
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