Por Jorge Villanueva Suárez
16 de noviembre de 1951. Fiesta religiosa en Huancané para venerar a San Cristóbal, un santo del catolicismo que según la leyenda, llevando sobre sus hombros a Jesús, el hijo de José y María, le hizo cruzar un río. Pese a ello, un Concilio Ecuménico realizado en Roma en la década de 1970 lo separó del santoral.
Después de la misa de rigor, a las diez de la mañana se inició una procesión de vecinos y campesinos de los sitios aledaños, llevando en alto la imagen del santo cuyo nombre proviene del idioma griego “Christophoros” que significa “portador de Cristo”.
Encabezaba el grupo un simpático sacerdote holandés de nombre Jaime Postma, párroco de Chulumani, el mismo que iba acompañado de algunos niños con largos camisones blancos hasta la altura de los pies y mirando piadosamente al cielo que movían en forma entusiasta sus incensarios, llenando de humo oloroso el lugar.
Después de ellos y en la parte final del grupo, una banda compuesta por una decena de músicos con un tamborero adelante y un voluntario que tocaba un viejo bombo, entonaba un himno religioso. Todo el acontecimiento estaba matizado por un vecino que iba adelante haciendo reventar “camaretas”, cohetes y cohetillos.
Finalizada la procesión, en la pequeña plazuela compuesta más o menos de un millar de personas entre blancoides, mestizos e indígenas de ambos sexos, los bailarines daban rienda suelta a su entusiasmo cantando y danzando al compás de pequeños grupos musicales que hacían sonar rítmicamente sus zampoñas.
Un grupo de “sicuris” con sombreros rojos adornados de rica pedrería de diferentes colores, chalecos vistosos y pantalones verdes, daba vueltas y vueltas al compás de sus pequeñas pero sonoras zampoñas acompañadas del ruido monótono de un bombo que en su parte central llevaba el nombre de “Comunidad de Naranjani”. Alrededor del grupo, un disfrazado de gallo saltaba alegremente imitando el cacareo característico del ave de corral. El disfraz era novedoso: máscara de color rojo carmín con un gran pico amarillo, saco y pantalón del mismo color. Las mangas llevaban grande plumas en sus partes posteriores, las mismas que al moverlas ágilmente daban sensación de alas. El disfraz estaba completo con unas polainas de color negro que cubrían los zapatos sin lustre hasta la altura de las rodillas.
Un poco más allí, otros danzarines con trajes de “la diablada” con la vestimenta conocida, saltaban también al compás de otra reducida pero entusiasta banda de música.
De una calle empinada bajaron también a la plazuela, bailarines de la danza conocida como “cullawas”, haciendo girar sus ruecas y obedeciendo las órdenes de un “waphuri” que iba adelante levantando una enorme rueca. La máscara de este cabecilla era interesante y se caracterizaba por un sombrero alto con pedrería de color, hilos con perlas (falsas) colgadas en los bordes y una máscara de color rojizo donde sobresalía nítidamente una larguísima nariz aguileña adornada de un gran lunar. Tenía también el traje, camisa blanca y corbata negra; chaleco violáceo exornado con pequeños vidrios multicolores, una faja azulada en la cintura con infinidad de monedas antiguas adheridas, un pantalón verde con amplios botapiés y unas zapatillas negras sin el lustre brilloso correspondiente. Los ojos saltones con largas pestañas y la dentadura de vidrios de colores era el aditamento del disfraz. Este conocido “waphuri” tenía un apellido de origen italiano como Amboni, Ambotini o algo parecido.
***
Con esas características se desarrollaba la fiesta religiosa en honor a San Cristóbal y al medio día, los rayos del sol comenzaron a despejar las nubes después de una torrencial lluvia del día anterior que ocasionó la formación de un enorme barrial en la pequeña plaza de tierra, sin asfalto ni cemento rígido, que en su parte central tenía una pileta para el abastecimiento de agua de los vecinos.
LLEGAN LOS POLICÍAS
Transcurría rápidamente el tiempo cuando Humberto Villarroel, Edgar Botello, René y Humberto Gonsález, Antonio y Juan Olmos, Isaac Tamayo y Henio Uría, además de otros militantes del Movimiento Revolucionario también festejaban a su modo consumiendo varias cervezas en una pequeña tienda con salida hacia la plazuela. En la puerta, un peón de Tongobaya, la hacienda de los hermanos Gonsález, cuidaba que el pequeño Antonio Villarroel no se extravíe en la multitud y pueda observar el paso alegre de los danzarines.
Fue en ese momento en que se produjo un silencio general porque todos los músicos dejaron de sonar sus instrumentos y los bailarines también hicieron un alto en su actividad festiva.
Haciendo sonar los tacos de sus toscos botines y el roce de sus polainas, un grupo de seis carabineros armados con fusiles máuser de la época de la guerra del Chaco ( y que tal vez no tenían proyectiles), al mando de un coronel de policía con gorra y uniforme de color verde amarillento, hizo su ingreso violento en la plazuela marchando en un callejón humano formado por bailarines, vecinos y campesinos indígenas.
El coronel, revólver en mano, se aproximó a la puerta del local donde bebían Villarroel y sus correligionarios.
-¡Villarroel, dése preso!- gritó.
-¡Sáqueme si es hombre!- contestó Villarroel.
El policía, comisionado especial desde La Paz, entró al local y en cuestión de segundos salió violentamente de espaldas después de haber recibido un fuerte puñetazo en el rostro que le ocasionó la caída de la gorra y el revólver.
Y como si todo estuviese planificado, los correligionarios de Villarroel y muchos vecinos opositores al Gobierno, agredieron también a los humildes carabineros de esa época, les arrebataron sus armas y los inmovilizaron obligándoles a poner las manos en alto.
GOLPIZA AL POLICÍA UNIFORMADO
Antes de que el sorprendido y golpeado coronel pudiera levantarse del suelo, Villarroel furioso, se le acercó, lo levantó con su mano izquierda de la solapa del uniforme y con la derecha le dio otro golpe en el rostro que volteó al policía hasta un sitio lleno de barro. Apoyado en sus dos brazos intentó levantarse, pero un puntapié en el pecho lo arrojó aún más lejos.
Y así, golpes y más golpes, el coronel, cuyo uniforme ya estaba cubierto de lodo y sangre que manaba de su nariz, fue arrastrado hasta el centro de la plazuela donde estaba ubicada la pileta. La cabeza del policía recibió el agua fresca que Villarroel dejó salir.
La sorpresa fue general y la plazuela se llenó de murmullos. Los amigos, todos alborotados, se pusieron nerviosos por el acto de agresión hacia un representante gubernamental y sus seis carabineros.
-Esto es grave, tienes que huir inmediatamente porque la reacción oficialista será peor- le dijo René Gonsález a Villarroel.
-Ándate ahora mismo a San Isi-dro- aconsejó su primo hermano Ed-gar Botello, el más joven del grupo.
-Hacia esa hacienda distante no hay camino carretero. No podrán llegar ahí los policías-, corroboró Humberto Gonsález.
Todos los demás estuvieron de acuerdo en que Villarroel debería dejar el lugar en ese instante por temor a la lógica reacción policial porque además, el coronel se recuperó físicamente y logró que un vecino temeroso le devolviera su arma de fuego.
Villarroel, que tenía la camisa hecha jirones por la violencia de minutos antes, alzó su vista y observó el camino de subida hacia la hacienda de San Isidro. Por esa senda de herradura se podía llegar a ese sitio en cuatro o cinco horas de caminata a pie o también a mula.
El luchador político tomó la decisión rápidamente. Así como estaba en ese momento, sin ropa adecuada y aún jadeante por el esfuerzo físico de la pelea con el policía, dirigió pasos rápidos cuesta arriba, pasando por el cementerio de Huancané, rumbo a San Isidro. El consejo de los amigos, danzantes, músicos y curiosos fue escuchado…se produjo la huida.
Todos los policías, incluido el jefe herido, con el uniforme manchado de sangre, mojado y lleno de barro, se reorganizaron, subieron a su pequeña camioneta y retornaron a Chulumani.
En minutos siguientes, continuó el desarrollo de los festejos, aún después de las diez de la noche, hora en que el suministro de luz eléctrica era interrumpido en esa época por una pequeña empresa municipal de Chulumani con maquinaria de una antigüedad de más de cincuenta años, ubicada en la comunidad de Chimpa, muy cercana a Ocobaya.
(Fragmento de una novela inédita).
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