El tratadista de Ciencias Sociales Max Weber define al poder como “la capacidad o probabilidad de conseguir obediencia dentro de un grupo” y Karl Marx dice que es “la capacidad de una clase social de imponer su interés sobre el conjunto de la sociedad”. De estas y otras definiciones del poder inferimos que en la sociedad siempre alguno o algunos tienen poder sobre otros, es una suerte de regla de oro de la sociedad.
El Estado como la máxima organización social está revestido de poder, pues no se concibe un Estado sin poder, de donde el poder del Estado es la facultad de dictar normas y hacerlas cumplir, en el ámbito de su territorio soberano y para ello cuenta con todo un aparato de credibilidad y uso de la fuerza. La finalidad del Estado es el bien común, es decir el bien de todos los individuos que habitan su territorio o población del Estado. Quien administra el poder del Estado es el Gobierno que en el sistema democrático es elegido por el pueblo, y está sujeto a la ley.
La sujeción a la ley del temporario administrador del Estado (el Gobierno) es el elemento fundamental del estado de derecho, es decir la situación en la sociedad organizada en Estado, en la que gobernantes y gobernados están obligados al cumplimiento del ordenamiento legal.
El ordenamiento legal a partir de la Constitución Política del Estado, fija y señala los límites y funciones del poder político, en una urdimbre de normas que en su ámbito de aplicación alcanza a todos, por encima de cualquier diferencia social, económica o cultural. Las normas sobre la administración de los intereses públicos están dirigidas a los temporarios administradores que deben rendir cuentas de sus actos y en su caso ser sometidos a las sanciones previstas por su incumplimiento.
Precisamente en el estado de derecho que hace a la democracia, el poder político que ejercen los administradores debe estar sujeto a las leyes y su cumplimiento, y su mandato debe durar el tiempo para el que fueron elegidos.
En cuanto al poder y su ejercicio aparecen dos posiciones, una la denominada democrática, en la que el poder lo ejercen los elegidos por el pueblo, por un tiempo determinado y sujeto al cumplimiento de las leyes; otra la denominada totalitaria, que en su concepción es absolutamente estatista, pues el Estado para esta posición no es un medio para alcanzar el bien común y el bienestar colectivo, sino un fin en sí mismo, es decir que el individuo debe estar al servicio del Estado y no como en la concepción democrática, en la que el Estado debe estar al servicio del individuo.
En la concepción estatista, además interviene la propiedad privada de los bienes de producción, la misma que es exclusivamente del Estado, dejando al individuo la propiedad de los bienes de uso personal. Además la economía responde a una planificación “compulsiva” u obligatoria, y la actividad privada es inexistente. En el sistema democrático la libertad de empresa y libre iniciativa es la norma.
En la realidad política de la política mundial, se han dado en el siglo pasado y con influencia todavía en este siglo, dos modelos totalitarios, el socialismo comunista de la ex Unión Soviética y sus satélites, y el fascismo y nazismo de Italia y Alemania, que influyó en otros regímenes en el mundo. En ambos la concepción totalitaria se resume en la frase de Benito Mussolini: “Todo en el Estado, nada fuera del Estado”. En estos modelos totalitarios la personalidad del Estado radica en la persona del caudillo o dictador, para quien, como lo sentenció Franz Tamayo, el Estado es su partido y el partido es su persona, es decir que se retorna a la concepción de la hegemonía total del poder de la monarquía absoluta en boca de Luis XIV: “El Estado soy yo”.
Los regímenes totalitarios del siglo pasado, en su versión fascista nazista fueron derrocados en la Segunda Guerra Mundial, y la versión comunista se derrumbó estrepitosamente a fines de los años 90 del siglo pasado, con la caída del Muro de Berlín. Sin embargo han aparecido muchos herederos de estas corrientes, que han hecho del poder político un fin en sí mismo, para coronarse cual monarcas absolutos y quedarse en el poder para siempre, como lo expresó más de una vez el Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia.
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