Menudencias
Sin duda, el caballo del corregidor correrá con amplia ventaja a su favor, el 12 de octubre. En gran medida por méritos propios. No en vano está en carrera desde que asumió, el 2006. Como nunca en la historia, el presidente-candidato hace proselitismo las 24 horas del día, todos los días. Como pocas veces, también, tiene a su disposición todo el aparato del “maravilloso instrumento del poder”.
Cuantificar el costo económico de semejante campaña arrojaría, seguramente, cifras importantes. Porque todo lo que se construye, se inaugura, se anuncia y se promete está en función de hacer proselitismo y consolidar el anuncio inaugural de quedarse en Palacio hasta el final de la historia. Hay que reconocerle mérito a esa fortaleza física y constancia a toda prueba. En la misma medida en que hay que reconocerle el desparpajo de utilizar, sin pudor, todos los bienes del Estado para llevar adelante su proyecto.
Ese esfuerzo a ultranza ha tenido correlato con una gran dosis de buena suerte, sobre todo en cuanto a la economía. Los altos precios de hidrocarburos y minerales en el mercado internacional superaron los pronósticos más optimistas y llenaron las arcas de un Estado tradicionalmente deficitario, Hubo también algunos ingresos extraordinarios, muchos incluso non sanctus. Los números le permiten, pues, llevar agua al molino propio en el balance general de gestión, aunque en los hechos ésta se reduzca distribuir recursos abundantes hoy, mañana no sabemos.
Pero, además, tiene al árbitro a su favor. Hubo un corto lapso en el que la Corte Electoral trabajó de conformidad al rol que le corresponde a un órgano de esa naturaleza en cualquier sistema democrático que se respete. Fue así que posibilitó que el país llegue a estos tiempos políticos. Pero lo ocurrido con la Corte debe anotarse hoy como paradigma del tipo de cambio de estos tiempos. El árbitro no puede ser imparcial, y no es, por las necesidades del proyecto de perpetuidad. Su rol se limita entonces a ejecutar reglas que le den apariencia de legitimidad al proceso para que el resultado se pueda etiquetar formalmente democrático, aunque no legítimo por limpieza y transparencia. Pero en ese escenario, que anticipan con mayor o menor proximidad las encuestas, juegan un rol también los deméritos ajenos.
Desde el 2006 y con tantas idas y venidas a las urnas, la oposición es hasta ahora incapaz de consolidar un proyecto coherente. La experiencia de porfiar en la fuerza se mostró absolutamente inviable desde el 2008. La desproporción y la disponibilidad de medios lo demostraron. La medialuna opositora resultó un fiasco de aprendices frente a una maquinaria bien aceitada por prebenda, chantaje y afanes de vivir bien o sobrevivir. Miedo, extorsión y persecución hicieron el resto. Los gobernadores de ese entorno geográfico están hoy presos, prófugos o enjuiciados.
La experiencia más interesante, tal vez, fue la ensayada en Beni, donde la oposición logró ganarle al oficialismo. Al margen de comicios municipales en los que ganaron los opositores, lo ocurrido en Beni es tal vez muestra concreta de que unidos, es posible. Pero el frente único de entonces no pudo superar fronteras departamentales.
Desde el punto de vista del profano en política, la cuestión no requeriría demasiada ciencia. La lógica muestra que el presidente-candidato tiene dos flancos débiles.
A un lado, el de la gente que apostó por convicción ideológica por el cambio. El de esa gente que votó como votó en el 2005 pensando en eliminar estructuras añejas, que aportó banderas de defensa de las naciones indígenas, los recursos naturales, el medio ambiente, la lucha contra la corrupción y que está ya en otras trincheras.
En el otro flanco están las fuerzas de la democracia tradicional, cuyas reglas del juego posibilitaron que el presidente candidato llegue hasta donde llegó y cambie lo que cambió para perpetuarse en el poder. De la gente que apuesta a fórmulas ortodoxas de economía, de respeto a la propiedad privada, a las creencias individuales, etc.
En ese escenario, es posible suponer que unos y otros, cada uno desde su propia vertiente, podrían restarle votos al presidente-candidato, a condición, claro, de que cada uno de los flancos actúe de manera unitaria y única.
Pero en política los imponderables generalmente definen las cosas y seguir el camino de dos fuerzas antagónicas que enfrentan, cada una por su lado, a una tercera más fuerte parece sólo hipótesis teórica medianamente válida.
En ese escenario, la carrera electoral podría perder encanto e interés. A nadie, salvo a los que se aprestan a cobrar premio, puede atraerle presenciar una carrera dispareja y de final cantado. A menos, claro, que las fuerzas del oficialismo, que se disparan al pie con insólita frecuencia, terminen anulando los esfuerzos del presidente candidato e incidan de manera negativa en los números finales, más allá de las previsiones.
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