Hitchcock y las mujeres

Nadie representó el ideal del cineasta británico como Grace Kelly, la quintaesencia de la obsesión del director con la que el festival de Cannes abre sus fastos.


ALFRED HITCHCOCK, EL MAESTRO DEL MISTERIO.

Madrid, (El Mundo-Luis Martínez).- El problema, como casi siempre, fue la carne. Cuentan que en el alba de los tiempos en el norte de Europa las cosas no pintaban bien. Hacía frío, la caza escaseaba y el gen egoísta descrito por Richard Dawkins que todos llevamos dentro no podía en consecuencia perder el tiempo con juegos sexuales vacuos. Y justo en ese instante, antes de la invención de la religión, el hombre tomó una decisión. Dramática sin duda. Eligió a la mujer rubia. Lo rubio, como concepto, se impuso sobre lo moreno. Hablamos del norte, del mundo civilizado. Cosas de la selección sexual. Sin una simple fruta (de las manzanas, ni hablamos) que llevarse a la boca, la única manera fiable de conseguir carne con la que alimentarse para una señora más recolectora que cazadora, triste es reconocerlo, fue el color dorado de su propia carne. Carne por carne.

Aquellos seres, que no tenía precisamente pinta de caballeros, las prefirieron rubias. Dicen los genetistas, que no los cineastas, que fue quizá el bajo nivel de testosterona de las mozas rubicundas, sus facciones más estilizadas, su piel dulce o su vello corporal menos evidente lo que encandiló al hombre primitivo. Eso o simplemente la carne. Y hasta ahora.

Alfred Hitchcock, inglés como el propio Darwin, lo explicaba a su manera. Mucho menos pedestre, quizá enrevesada, pero por ello, más atractiva. “Creo que las mujeres más interesantes, sexualmente hablando, son las mujeres británicas. Las mujeres inglesas, las suecas, las alemanas del norte y las escandinavas son más interesantes que las latinas, las italianas o las francesas. El sexo no debe ostentarse. Una mujer inglesa, con su aspecto de institutriz, es capaz de montar en un taxi con usted y, ante su sorpresa, desabrocharle la bragueta”. Hemos llegado. Era esto.

Coger un taxi nunca volvió a ser lo mismo desde que el director de perfil orondo se sincerara de esta guisa con François Truffaut. Dentro de poco, el miércoles para ser precisos, el festival de Cannes abre sus fastos con ‘Grace de Mónaco’, la cinta de Olivier Dahan protagonizada por Nicole Kidman que repasa la vida de la mujer que antes de ser princesa fue actriz o, mejor, fue la esencia de mujer perfectamente rubia. Cualquier Cromagnon, y Hitchcock dio muestras de poder ser el más feroz de todos ellos, se habría rendido a sus pies. Y a sus carnes.

Ella fue todo a lo que siempre aspiró el cineasta más popular sin Oscar que haya conocido el cine. En ella se condensaron a la perfección cada una de las más secretas (o no tanto) pulsiones que habitan en cada fotograma de su filmografía. De alguna manera, ella fue lo que siempre anduvo buscando y, a la vez y tras su ruptura, probablemente el desencadenante de todos los turbios excesos que vendrían después y que tan bien relata Donald Spoto en su imprescindible, imaginativo y muy malvado libro ‘El lado oscuro del genio’. Si Any Ondra, Madeleine Carroll, Carole Lombard, Joan Fontain o, y sobre todo, Ingrid Bergman fueron los mejores borradores del ideal buscado y encontrado en Grace Kelly; Vera Miles, Janet Leigh, Kim Novak, Doris Day, Eva Marie Saint o, y sobre todo, Tippi Hedren se convirtieron en el recuerdo vago, impreciso, cruel y muy doloroso de la perfección de, en efecto, Grace Kelly.

“Cuando abordo cuestiones sexuales en la pantalla, no olvido que, también ahí, el suspense lo es todo. Si el sexo es demasiado llamativo y evidente, no hay suspense. ¿Por qué razón elijo actrices rubias y sofisticadas? Busco mujeres de mundo, verdaderas damas que se transformarán en prostitutas en el dormitorio. La pobre Marilyn tenía el sexo inscrito en todos los rasgos de su persona, como Brigitte Bardot, lo que no resulta muy delicado”, respondía el genio inglés cuando Truffaut le inquiría por el “sexo indirecto” de la protagonista de ‘Crimen perfecto’, ‘La ventana indiscreta’ y ‘Atrapa a un ladrón’. Recordaba Hitchcock que esos planos de la película coprotagonizada junto a James Stewart en los que la cámara se detiene, en contra de la narrativa siempre pragmática del autor, en el rostro de Kelly sólo atendían a una razón: “Era tan guapa y resultaba tan agradable contemplarla”.

FRÍA Y GLACIAL

Con la que luego fuera princesa en Mónaco todo resultaba perfecto. Esa mujer tan alejada física, turbia y casi espiritualmente de su mujer Alma Reville -bajita, pelirroja y hombruna- encarnaba a la perfección la idea del cine y, si se quiere, del propio sexo. “Con todas ellas [se refería a Russell, Monroe, Loren y Bardot] no se pueden rodar más que películas malas. ¿Por qué? Porque con ellas no puede haber sorpresa, y por tanto, buenas escenas; no se produce con ellas el descubrimiento del sexo. Observe el comienzo de ‘Atrapa a un ladrón’. Fotografié a Grace Kelly impasible, fría, y casi siempre la presento de perfil, con un aire clásico, muy hermosa y muy glacial. Pero cuando circula por los pasillos del hotel y Cary Grant la acompaña hasta la puerta de su habitación, ¿qué hace? Hunde directamente sus labios en los del hombre”. Y ahí se quedó.

La obsesión venía de lejos. Más en concreto, desde el principio, desde que se enfrentó como debutante (o casi) al oficio de director. No en balde, y con muy buen ojo, el traductor español convirtió el título original ‘The Lodger’, de 1927, en ‘El enemigo de las rubias’. “A partir de una narración simple”, recordaba el realizador, “estuve constantemente animado por la voluntad de presentar por primera vez mis ideas... Son las cinco y 20 y el primer plano del film es la cabeza de una chica rubia que grita. La fotografié así. Tomé una placa de cristal. Coloqué la cabeza de la chica sobre el cristal, esparcí sus cabellos hasta que llenaran todo el cuadro y luego lo iluminé por debajo de manera que impresionara por el dorado del pelo”.

Y la devoción, más que una simple obsesión, se mantuvo intacta hasta llegar a Grace Kelly. A ella se le concedió un honor que ninguna otra de las heroínas del maestro del suspense ha gozado. A poco que uno sienta inclinación por interpretar las metáforas evidentes, es ella la que lleva la iniciativa en ese acto sexual extraño en torno al cual gira ‘Crimen perfecto’. Es ella la que penetra a su agresor con unas psicoanalíticas, frías e incontestables tijeras. Es ella la activa. Y aquí, por lo que pudiera pasar, nos paramos.

Cuando llegó el momento de rodar ‘La ventana indiscreta’, quizá su película técnicamente más perfecta, el enamoramiento era algo más que evidente. Hitchcock construyó la imagen de Kelly hasta la simple enfermedad. Ninguna actriz hasta ella recibió tanta atención, tanto esmero, tanto cuidado. Cuenta Spoto como Edith Head, la directora de vestuario que le siguió de principio a fin, recibió con cada página de guión indicaciones precisas de cada color, cada detalle, que tenía que vestir a su estrella.

Ella era todo lo que necesitaba. Hitchcock siempre defendió que sus actrices atesoraban su hechizo más en lo que escondían que en lo que exhibían. Bajo un aspecto inmaculado se agazapa siempre la más turbadora de las promesas. Los peinados perfectos, los vestidos ceñidos como corazas (cinturones de castidad, tal vez), las miradas heladas... Al fin y al cabo, la imaginación se hace fértil en la parte de atrás de lo evidente, en las sombras. Y es ahí, en el más oscuro rincón de la creatividad del genio, donde las rubias, en su ingenuidad de cristal, empezaron a sufrir.

Y el sufrimiento llegó el día que Kelly le comunicó su traición. Le dejaba por un príncipe. Y de Mónaco. ¿Y si la mítica escena de la ducha en ‘Psicosis’, un descuartizamiento anticlimático en mitad de la historia a través de 50 planos en apenas tres minutos de rodaje, no fuera otra cosa que el más elemental, feroz y agónico acto de venganza imaginable? Janet Leigh como sustituta de Grace Kelly.

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