Atlético de Madrid
El Atlético, con infinito ardor y buena dosis de fútbol, conquista con todo merecimiento la Liga tras una temporada colosal culminada, por ahora, con otra gesta en el Camp Nou.
Un convoy de jabatos liderados por ese Espartaco que es Simeone acabó con la plutocracia del fútbol español, donde Barza y Real Madrid han impuesto durante justo una década tanto su hidalguía como el fundamentalismo financiero imperante. Con su décima Liga, certificada en Barcelona (1-1) con infinito ardor y buena dosis de fútbol, el Atlético ha constatado que se puede improvisar la gloria, ha sublimado ese himno quijotesco que parecía a muchos el “sí se puede”.
Lo del equipo rojiblanco ha sido un reguero emocional, un mayúsculo acto de fe. Camino de su segunda final de la Copa de Europa, la travesía del Atlético es colosal, no solo por lo conseguido, sino por el himalayesco listón que le puso el destino: hace un año conquistó la Copa en casa del Madrid; ayer le tocó jugarse la Liga en feudo azulgrana, con dos pretorianos como Diego Costa y Arda lesionados antes de la media hora y un golazo en contra de Alexis, equilibrado después por Godín. Una diana que descalabra al Barza y al Madrid por primera vez desde que lo hiciera el Valencia en 2004, lo que amplifica el valor de la gesta colchonera.
El tanto del barcelonista Alexis retrató a este terrenal Barza que apunta al borrón y cuenta nueva: le van los imposibles episódicos, como ese trallazo del chileno o su victoria liguera en Chamartín. El Barza celestial había hecho un imposible de la infinita sucesión de éxitos posibles. No hay ficción para este Atlético convertido en un depósito sentimental que se ha sacudido todas las pupas, un grupo de mosqueteros en el uno ha sido once y once siempre han sido uno. Hasta el Camp Nou rindió tributo al apoteósico equipo rojiblanco: gloria al seny.
Para el Barza no hubo enmienda a su momificado curso. La Liga, a la que había dado la espalda con asados y parrandas a destiempo, no le redimió, no le sirvió como subsidio de su abandono de los últimos tiempos. La corona hubiera significado una copa para el Barza menos Barza de la era Messi, renovado por las nubes para pivotar, se supone, una contrarreforma de calado. Del otro Barza, ese que extasiaba como pocos a lo largo de la historia, queda su maravilloso testamento, el de un equipo póstumo. Frente al Atlético, con el que no ha podido en seis partidos, fue incapaz de regalarse en 90 minutos lo que no había logrado en nueve meses. Los arrebatos, como el que tuvo en el tramo final del encuentro, no le distinguen. Lo suyo es la singularidad, el fútbol sin aditivos, y ante los de Simeone evidenció por enésima vez que es un retablo de lo que fue. Eso sí, un incunable.
No es fácil saber qué hacer en cada momento, mostrar el carácter necesario para no ser atropellado por las individualidades de los grandes, fomentar lo colectivo por encima de todo, explotar las mejores vetas —el empate de Godín fue el 12º gol a balón parado—, lograr que a los rivales de mayor enjundia les resulte cada asalto una película de terror, mantener el vigor físico de agosto a mayo.
Todos los jugadores rojiblancos son ahora mejores que ayer y entre todos han logrado condenar a genios como CR7 o Messi. Eso es fútbol también, un juego en el que “sentir”, lo ya no tiene el Barza o ha querido administrar más de la cuenta el Madrid, es primordial. Y el Atlético, junto a su gente, ha sido un latido perpetuo partido a partido. Por eso, desde la subversión, lo suyo ha acabado por ser una oda a la felicidad, mayor si cabe que la del doblete del 96. La proeza aún es mayor. Y queda la estación de Lisboa. Así es este Atlético, el Hamelín de todos aquellos que creían que el fútbol no permite soñar. Que pregunten por Sevilla, Eibar o el Calderón. Se puede, claro que se puede. Un brindis por el Atlético.
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