Un hombre vuelto escombros
Ernesto J. Navarro
El poderoso ejército de la Unión Soviética pisaba Berlín y Hitler bajo tierra escuchaba el sonido de las bombas y la caída de su imperio. Una boda triste, órdenes que no se cumplieron y la última decisión.
-Acepta usted por esposa…
Luego que ambos aceptaron estar juntos hasta que la muerte los separe, hubo un silencio crudo, hondo. Los dos testigos y la secretaria que miraba desde el fondo intentaron un aplauso que se ahogó entre las miradas. Era la media noche del 29 de abril de 1945 y el hasta entonces hombre fuerte de la Alemania Nazi, Adolf Hitler, firmaba su acta de matrimonio con Eva Braun (en sus últimas horas: Eva Anna Paula Hitler).
Lejos del esplendor de su vida como amante del Führer, la boda que Eva soñaba ocurría en un bunker ubicado en el subsuelo de la cancillería del Tercer Reich. Una fortaleza subterránea con capacidad de protección antiaérea en la que no hubo decorados, orquesta, tampoco invitados.
100 días antes, el 16 de enero de 1945, Hitler ya había establecido al búnker de la Cancillería como su residencia. Presidía bajo tierra un Tercer Reich que se desmoronaba a bombazos mientras los Aliados avanzaban ganando posiciones sobre terreno alemán por el este y el oeste. Mediaba abril, cuando el poderoso Ejército Rojo de la Unión Soviética había cruzado las fronteras de Berlín y aplastaba a los alemanes en su lucha por conquistar el centro de la ciudad donde se encontraba la Cancillería… y el Führer.
Aún era un trago muy amargo para los nazis aquella derrota que, en 1943 le asestó el ejército soviético en la Batalla de Stalingrado. En uno de los más sangrientos combates de la humanidad Hitler no sólo perdió hombres, su terquedad también convirtió, al temible ejército alemán, en un enemigo derrotable.
Volvamos al bunker. Luego de la boda, Hitler entra en una de las habitaciones con su secretaria Traudl Junge y le pide que transcriba su testamento político, casi de inmediato se elaboran cuatro copias y todas -coinciden los historiadores- salen hacia sus destinos. La secretaría que sería capturada por los rusos, entregada a los estadounidenses y liberada en 1947, contará años más tarde que Hitler, luego de su boda, actuaba con paranoia acusando de traidores y cobardes a sus generales. Tenía razones, apenas dos días antes, el 28 de abril de 1945, fue enterado que Heinrich Himmler, comandante de la temible SS, intentó negociar un tratado de paz con los Aliados. Para Hitler se trataba de un acto de traición y allí mismo ordenó que detuvieran y ajusticiaran a Hermann Fegelein, quien actuaba como enlace de Himmler dentro de la fortaleza subterránea.
Amanece el 30 de abril de 1945 y dentro del bunker la derrota militar se huele en los rincones y es un médano en el estómago de los uniformados y civiles. Hitler, recién casado y luego de una breve siesta que nada tuvo que ver con una noche de bo-das, llama por turnos a sus colaboradores más cercanos y se va despidiendo de ellos. Los médicos primero; Albert Speer, su ministro de armamento después (éste le confesó que sus órdenes fueron desobedecidas y sus generales se negaron a volar las fábricas y las ciudades). Luego –contaría su secretaria- miró fijamente el cuadro de Federico El Grande por última vez y llamó a sus edecanes.
A estos últimos les informó su decisión de suicidarse y quedaron responsables de encargarse de su cuerpo y el de Eva Braun, y de despachar del Bunker a los que no fuesen estrictamente necesarios. No quiero, dijo, ser linchado por una horda como Mussolini.
“Comió pasta en su último almuerzo” recordó Traudl Junge quien se sentó a la mesa ese medio día con un hombre vuelto escombros. Al terminar de comer Hitler miró su reloj, eran las 3:30 de aquella tar-de abril sin primaveras y junto con Eva caminó hasta su despacho privado. No volteó siquiera, nadie se despidió de la pare-ja, algunos los miraron en silencio.
Sus edecanes cerraron y custodiaron la puerta y luego de dos minutos infinitos un disparo fue el último grito de El Führer.
Cuando los edecanes a-brieron la puerta, Hitler esta-ba doblado sobre sí mismo en un sillón, tenía la boca de-formada por el cañonazo de la pistola Walther PPK de 7,65 mm. La señora Eva Hitler no alcanzó a disparar-se porque el efecto del cia-nuro no le permitió el uso del arma. Estaba tendida sobre un diván con los ojos abier-tos. Habían pasado 15 minu-tos desde el balazo.
Heinz Linge, uno de sus edecanes, lo contó así:
-“Cuando abrí la puerta de su habitación, me encontré con una escena que nunca olvidaré: a la izquierda del sofá estaba Hitler, sentado y muerto. A su lado, también muerta, Eva Braun. (…) En la alfombra, junto al sofá, se había formado un charco de sangre del tamaño de un plato. Las paredes y el sofá también estaban salpicados con chorros de sangre (...) Hitler vestía su uniforme militar gris y llevaba puestas la insignia de oro del Partido, la Cruz de Hierro de Primera Clase y la medalla de los heridos de la Primera Guerra Mundial; además, llevaba puesta una camisa blan-ca con corbata negra, un pantalón de color negro, calcetines y zapatos negros de cuero”.
Las bombas caían sobre una Berlín en llamas. Hitler padre del holocausto y uno de los más despiadados militares de la historia, se borraba de un balazo de la faz de la tierra, sin pena ni gloria. En un patio triste y árido su cuerpo calcinado por las llamas que formaban 200 litros de gasolina ardía bajo el ruido de los obuses que lanzaban los Aliados… El Ejército Rojo, entraba victorioso en Berlín.
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