Nuestro mundo está lleno de violencia, de odio, de intolerancia. Por todas partes hay rencor, muerte, guerra en nombre de cualquier cosa para justificar el juego del poder mundial, porque unos quieren mandar e imponer su orden para que los otros les sirvan, y éstos reaccionan violentamente en defensa de sus derechos. Éste invade a aquél, y el tercero, que se siente tocado en el campo de su influencia política, reacciona, y arma un jaleo en el territorio del primero. Total, un pandemónium, en el que nadie se entiende.
Paz es una palabra que se ha pronunciado millones de veces en labios de políticos y gente común a lo largo de la historia; y si bien tiene definición precisa en los diccionarios de las diferentes lenguas, aún hoy está en busca de un contenido, no ya semántico, sino humano, espiritual, que nos permita tener la misma percepción y el mismo sentimiento a todos los hombres, porque con la actual visión parece que no nos entendemos. En efecto, si un político dice “yo busco la paz y me empeño en conseguirla”, vemos con estupor que se encamina hacia la guerra, para imponer una paz basada en sus condiciones de vencedor; una “paz” que aplasta libertades y pisotea a los seres humanos, como ha ocurrido infinidad de veces.
Si una persona común pronuncia ese término con labios temblorosos, porque está cansado de escuchar a su alrededor el tronar de los cañones, y ver cómo la muerte se lleva a sus seres queridos, es que, en el trasfondo de su angustia, está aleteando el deseo de venganza, fuente de nueva violencia.
Entonces, ¿qué es la paz? Creo que comienza con una peregrinación hacia el interior de nuestro propio ser en busca de comprendernos; es un mirar hacia adentro buscando encontrar los pedazos de realidad con los cuales estamos constituidos; y una vez reunidos, coordinarlos entre sí para formar la figura humana que debemos tener. Es un estado existencial en el que las potencias intelectuales se coordinan tanto con las fuerzas del sentimiento, como con los impulsos espirituales; y de esta manera se llenan a plenitud con la energía de la vida, pues la sentimos actuando con toda su pureza y toda su fortaleza en nuestra interioridad; con esto, sentimos un impulso a salir hacia el mundo objetivo dispuestos a irradiar vida, y a defenderla a toda costa.
En ese viaje al exterior de nosotros mismos nos encontramos con el otro ser humano, el que está a nuestro lado, y tendemos a unirnos con él, para, juntos, comenzar la construcción de nuestras respectivas personas. De esta manera entramos en el mundo de la historia, donde mora la imperfección del ser, donde reina el egoísmo, camino fecundo de la injusticia; donde la pasión desbordada ha vertido la sangre del hermano justificándola con la vieja fórmula: ¿acaso soy el cuidador de mi hermano? o, peor, ¿qué me importa el otro? ¿Acaso no está ahí para servirme, y si no lo hace, está para ser aniquilado? Y, claro, allí comienza nuestro desencanto.
Por eso, el Papa Francisco ha decidido actuar. Ha salido del Vaticano armado con la dulzura jesucristiana, con el corazón ardiendo de concordia, y ha ido, con los pasos mesurados de quien debe recorrer larga distancia, al Medio Oriente, en peregrinación por la paz. Ha ido a la tierra donde, desde hace milenios, los hijos del mismo padre se han enzarzado en dura pelea por la posesión de Jerusalén; está en terreno minado por las pasiones de árabes e israelíes; símbolo de la violencia desatada a lo largo del orbe, y va, nada menos, en busca de acercamiento de mentes y corazones. Lo simbólico, lo casual, la convergencia de circunstancias, tejedoras de historia, han hecho que en la milenaria Jerusalén, tres amigos argentinos: un jesuita, un rabino judío y un profesor musulmán se hayan dado un abrazo de hermanos, ante la mirada de millones de personas.
En ese encuentro, el Papa ha logrado comprometer al Presidente de la Autoridad Palestina y a los dirigentes de Israel para ir próximamente a Roma, y allí, los tres representantes de tres credos religiosos y de tres miradas a la historia, rezar juntos por la paz; es decir, disponer sus corazones para dialogar en silencio con lo infinito trascendente, amoroso y envolvente, que es Dios. De esta manera, los caminos de la diplomacia, que esconden los intereses políticos, van a transitar por otras rutas, profundas, invisibles, espirituales, en pos de tender puentes de unión entre los hombres de todos lados.
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