Buscando la verdad
El 27 de mayo de cada año se celebra en Bolivia el “Día de la Madre”. Un acto de recordación a un ser sublime que -para dar vida a otro ser- sacrifica una importante parte de sí desde el momento de la gestación hasta que parte de esta tierra, porque -a diferencia del mundo que nos insta a recordar a las madres en “su día”- una madre jamás reduce su amor y cuidado por un hijo, a un solo día al año…
Doy gracias a Dios por la madre que me ha dado. Recuerdo que siendo niño admiraba su belleza y nunca me sentí desvalido cuando ella estaba a mi lado. Y es que la madre que tengo yo no sólo es linda, sino admirable y valerosa pero, al mismo tiempo, sensible y delicada.
De mi madre aprendí muchas cosas, pero -pese a que ella es un ser humano tan falible como cada uno de nosotros- jamás me enseñó ninguna cosa mala. Por eso digo que mi madre es lo más cercano a Dios que yo conozco, pues en ella veo la total capacidad de sacrificio, de darlo todo por un hijo, sin límites, sin cálculos, sin remordimientos.
Y lo digo con gran gratitud, pues a sus 80 años de edad sigue tan pendiente de mí como cuando era un indefenso bebé, un niño desorientado, un adolescente herido o un hombre lastimado. ¡Cuánto lloraste por mí, querida madre, para lograr este hijo que has forjado!
Que hice sufrir a tan precioso ser, sin duda… ¡y cuánto! Por eso le agradezco la paciencia de madre que ha tenido conmigo para perdonar mi ignorancia primero, mi desobediencia luego y mi torpeza después. Empero, sus lágrimas y oraciones no han sido en vano, mucho menos sus bendiciones que hasta el día de hoy recibo de ella, pues ciertamente se hacen carne en mí.
Siendo padre de familia, valoro recién el sufrimiento por los desvelos, desplantes y la angustia que provoca el no poder impedir que un hijo sufra por muchas razones, entre ellas, la inexperiencia. Por eso, cada día que pasa la considero más, la respeto más, la quiero más, puesto que ella se lo merece.
Porque sé que llegará el día en que, de forma inevitable -no sé cuándo- ya sea yo o ella deberemos partir y entonces sólo quedará evocar los recuerdos. Por eso me propuse que mientras yo viva y me queden fuerzas para hacerlo, me ocuparé de ella, me esforzaré y daré lo mejor de mí para que sienta que su sacrificio de tantos años, valió la pena.
Honrar a la madre trae bendición y aunque así no fuera, lo haría. Pues si sus lágrimas siendo niño me entristecieron, hoy cuando soy mayor, su sonrisa me cautiva y me llena de profundo regocijo porque… ¡amo a mi madre querida!
El autor es Economista, Magíster en Comercio Internacional.
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