Educación contra la drogadicción

Las causas de la ausencia de diálogo y la irrupción de una comunicación sostenida son el agravio verbal y la agresión física que infieren los padres a sus hijos. Los padres, sin excepción, deberían actuar en su relación con los hijos, solo con el diálogo y la persuasión y, si no se logra ésta, exponer claramente los motivos, que produce esclarecimiento.

Desde su nacimiento los niños jamás deberían ser golpeados, dentro de las diferentes tipicidades de agresiones que son víctimas. Los padres deben autoimponerse un objetivo primordial en la relación con sus hijos que trasunte en la inviolabilidad física y mantener esta postura, aún cuando surjan diferencias abismales en el pensar y actuar de ambas partes. No se puede caer en la creencia anacrónica de mantener la autoridad basándose en la violencia. Los golpes, cachetadas, hasta llegar a virtuales golpizas marcan en los niños un sentimiento de temor y angustia muy difícil de lI~gar a superar en el transcurso de sus vidas. Aún después de las reconciliaciones y el aparente retorno a la normalidad, sin albergar rencor, los niños.

Jóvenes adolescentes no olvidan el maltrato y aunque perdonen a sus padres, fijan en ellos un marco de refencia negativo que ellos mismos pueden repetir en sus propios hijos. La vida de los padres debe mantenerse inmaculada en cuanto a la inviolabilidad y respeto a la integridad física de sus hijos. No hay, en éste logro, realización más plena de los padres y de la cual pueden ufanarse internamente pues el verbo es apropiado para ello, no haber agredido jamás a sus hijos. Se puede, desde una panorámica profunda visualizar el efecto que produce en los hijos, agredidos, desde su ausencia de uso de razón hasta la consolidación de una personalidad que determina su posición e inquietudes en el seno del hogar. Y, esta percepción no es otra que la profunda admiración, respeto e inmesurable amor a sus padres que supieron avanzar en la difícil tarea de la educación, la multiplicidad de contingencias, enfrentamientos y diferencias de pensamientos, creencias y actitudes, sin haber agredido a sus hijos. Esta impronta, difícil de conseguir, pues se debe mantenerla toda la vida, no es imposible, si se cultivan y enriquecen paulatinamente los conceptos

de respeto e inviolabilidad aplicados a la integridad física de los hijos. Los hijos, a su vez, con este soberbio ejemplo de respeto y consideración, acumularán éste extraordinario paradigma para aplicarlo a sus propios hijos y así sucesivamente.

Desterrar la mínima agresión a los hijos; culminando este proceso, en un mejoramiento de los valores de la familia, que se reflejarán en una sociedad enmarcada en el respeto y, a la postre, en una diferente calidad intelectual de la especie humana.

La misma reflexión es válida para los matrimonios y uniones sentimentales, en las cuales, hoy, desde temprana edad se observan inicios o signos de violencia que, si no se identifican o no se acude por ayuda a los padres o psicólogos, deriva en auténticas agresiones, en las cuales no solamente el hombre es el actor, aunque las estadísticas lo indican así, sino la mujer, que provoca situaciones de extrema tensión que culminan en la mutua agresión y cuando ésta se manifiesta crece como una bola de nieve, siendo el mejor consejo la inmediata separación, aunque primen los sentimientos y la atracción, pues no optar por esta solución extrema, la vida de ambos se transformará en un vía crucis, donde se renuncia a la felicidad plena, al respeto, a la integridad física y a la admiración mutua de ser capaces de convivir una larga vida sin haberse agredido una única vez. Habrán muchas voces contrarias que impugnan el derecho que tienen los hijos al respeto de su integridad física, con el motivo de preservar la autoridad y sentar un precedente, a través del castigo.