La revolución hispanoamericana 1808 -1810:
Olmedo Beluche
Uno de los pasajes menos estudiados del proceso independentista hispanoamericano es que el que va de, mayo de 1808, con las Abdicaciones de Bayona, a la instalación de las Cortes de Cádiz, en septiembre de 1810. Sorprende este aparente olvido, siendo este período el que dispara el chorro de acontecimientos que cambiaría para siempre la suerte del Imperio español y sus territorios americanos. Gracias a la deferencia del Prof. Guillermo Castro, hemos accedido a un libro que ilumina muy bien esta fase: Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, del historiador hispano-francés François-Xavier Guerra (Fondo de Cultura Económica. México, 1992). Dato curioso, Guerra, que empezó estudiando al movimiento obrero marxista, y luego se concentró en historia de México e Hispanoamérica, fue miembro numerario del Opus Dei.
DOS MANERAS DE ENTENDER LA NACIÓN, LA ANTIGUA Y LA MODERNA
El objetivo central del libro consiste en estudiar el tránsito del Antiguo al Moderno régimen en la España (o las Españas) de inicios del siglo XIX. Cambios que se operan en las instituciones, pero también en las formas de sociabilidad y, sobre todo, en las mentalidades. Modificación en la forma de entender y relacionar categorías como Nación, Pueblo, Soberanía, Representación, Legitimidad, etc. Ese cambio se produjo en el bienio 1808-1810, en medio de la crisis de la Monarquía española, según François-Xavier Guerra. La forma como españoles ibéricos y españoles americanos entendían esos conceptos es una al inicio del proceso y otra al final del mismo. Cambio más cultural que efectivamente social y económico, y que el autor califica de Revolución.
Según Guerra, el rasgo más distintivo de la Modernidad es la “invención del indivi-duo”, como base de la ciudadanía, y de la nueva forma de entender la Nación y el Pueblo, la Opinión Pública y la legitimidad política mediante el régimen representativo. Pero, anotamos nosotros, no se trata de un individuo o individuos concretos, sino de una abstracción que supuestamente representa los intereses generales de la nación. Es el equivalente civil de la suplantación del trabajo concreto por el trabajo abstracto que se opera en el mercado capitalista.
Tómese en cuenta que la sociedad feudal es esencialmente estamental, y en ella los actores políticos se expresan como colectividades poseedoras de ciertos fue-ros o derechos. En la sociedad feudal el individuo siempre se expresa en función del colectivo particular al que pertenece, ya se trate de un gremio, un grupo social o una ciudad. Mientras que la Nación moder-na se la considera (en el imaginario, porque en la realidad expresa los intereses de la moderna clase capitalista) como la suma de las voluntades individuales de sus miembros; la Nación del Antiguo Régimen era la suma de los estamentos que la com-ponían.
Entre el Antiguo Régimen (feudal) y la Modernidad (capitalista), se encuentra co-mo un paso intermedio y precursor, la Monarquía Absoluta. En España en particular, a partir de la dinastía borbónica impuesta a inicios del siglo XVIII. Bajo el régimen absolutista español se conservaron muchos rasgos culturales que venían del medioevo. Pero el régimen borbónico es una Monarquía “ilustrada” que, teniendo como objetivo la concentración del poder, a la vez daba paso a formas Modernas de pensamiento al combatir ciertos resabios feudales. El aspecto político que más intentaba borrar la Monarquía es el “pactismo”, ya que en el feudalismo ibérico, los de-rechos de la Corona eran producto de un acuerdo entre el Rey, la Nobleza, la Iglesia y los Reinos (o regiones). De manera que el absolutismo combate la idea de un poder compar-tido, imponiendo el criterio de que la Soberanía y, por ende, el poder, se concen-tra en la persona del Rey.
LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA CONTRA EL REPRESENTANTE DE LA FRANCIA REVOLUCIO-NARIA
En gran medida la Mo-narquía borbónica, con sus reformas a lo largo del siglo XVIII, sentó las bases para los procesos políticos que se dieron en las primeras tres décadas del siglo XIX. Re-formas que, aunque sembrando el temor al contagio de la Revolución Francesa, fo-mentan nuevas mentalidades mediante: la instauración del “voto popular” en ayun-tamientos y Cabildos, la escolarización masiva, el paso a las primeras forma de opinión pública a través de debates (a medio camino entre lo privado y lo público), como en clubes, tertulias y salones, aun-que con una prensa férreamente controla-da. España era un hervidero de ideas, por contagio de Francia, al inicio de ese siglo. América permanecía más tradicionalista, elemento que se ha preservado a través de algunos vicios políticos que persisten dos siglos después.
A inicios del siglo XIX, la sociedad se en-contraba en una fase de transición en la que se combinaban formas de pensar e instituciones tanto tradicionalistas como modernas. Y todas ellas van a hacer eclo-sión y entrar en conflicto en la crisis de 1808, cuando los ejércitos de Napoleón invaden España, y arrestan a Carlos IV y a su hijo Fernando VII, los obligan a abdicar e imponen a José Bonaparte como nuevo Rey. La resistencia a la invasión francesa, las sublevaciones populares que se produ-jeron, el vacío de poder y el surgimiento de organismos como las Juntas Revoluciona-rias, se van dar en nombre de la tradición, pero con un contenido cada vez más mo-derno, incluso semejante a la Revolución Francesa de 1789, pero sin nombrarla.
La ironía, y la especificidad del proceso, señalada por Guerra, es que la Revolución hispana sigue los pasos de la francesa en muchos aspectos, pero se hace contra el representante de ella, Napoleón Bonapar-te. “Sin embargo, la resistencia contra Napoleón, comenzada en gran parte con referencias muy tradicionales, va a ser la que dé origen a la revolución en el mundo hispánico” (Pág. 43).
Esta situación va derivar, en la Penín-sula, en el surgimiento de tres bloques o partidos, tanto en la Junta Central como en las Cortes de Cádiz. En un proceso que se va radicalizando conforme avanza la ocu-pación de las tropas napoleónicas: 1. El bloque monárquico, encabezado por el conde de Floridablanca, que controlaba la Junta Central al principio; 2. El bloque reformista moderado, enca-bezado por Jovellanos, que proponía una Monarquía de poderes limitados al estilo in-glés, pero que pretendía ape-lar a tradición pactista (Cons-titucionalismo Histórico) para justificar su reforma; 3. El bloque jacobino o “liberal”, encabezado por Manuel José Quintana, secretario de la Junta Central, que al princi-pio se alió a los moderados, pero una vez abiertas las Cortes en 1810 se hace con el poder, modelando una Constitución con fuertes in-fluencias francesas, pero siempre negando ese hecho por razones obvias. A ellos se podría agregar un cuarto bloque, de los “afrancesa-dos”, que apoyaron la ocupa-ción napoleónica en nombre de la modernidad y contra el absolutismo. Continuará.
ARGENPRESS
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