Erick Fajardo Pozo
Además de la agonía del hambre, hay escasos apetitos que arrastren a los seres humanos a la degradación extrema de devorarse entre sí. Atienda al desarrollo del devaluado proceso electoral en Bolivia y descubrirá que la avidez de poder es quizá el apetito más ruin de esa corta lista.
La angurria de poder es una apetencia históricamente extrema e insaciable y, en época electoral, empuja a la clase política a perder todas las formas y abandonarse a sus instintos más primarios, sin perjuicio de engullirse unos a otros por el afán de saciarse del objeto de su deseo.
Pero siendo el mapa de la representación política cada vez menor en relación con el geométricamente creciente número de “herederos” de la Patria con derecho expectaticio, se ha hecho una patética costumbre ver cómo la conducta política durante los procesos electorales se asemeja al salvaje periodo de apareamiento entre bestias.
Pero la convicción de José Ingenieros, respecto a que el ser humano es el depredador más salvaje de su propia especie, queda corta ante los extremos de una realidad boliviana, donde la clase política residual ha pasado de la antropofagia al carroñaje; de aniquilarse unos a otros a ingerir cadáveres políticos, a fagocitarse por los despojos de una democracia quebrada.
La debacle del Frente Amplio fue sin duda el más patético episodio, pero no el último, de este canibalismo carroñero, en que especies menores de una oposición en extinción intentan liquidarse entre sí en una inexplicable pugna por consumir las sobras de la mesa del poder.
Estadísticamente conscientes de su insignificancia política, candidatos crónicos y sin base social, sin aparato político y sin representación mínima, reclaman el “liderazgo opositor” y convocan al resto de la disidencia no exiliada y no recluida por el régimen a lograr una “unidad de la oposición” que no sobrevivió los preámbulos electorales.
Una vez publicitadas en las redes sociales y medios de prensa el afiche de su caudillo rodeado de los últimos símbolos de oposición en occidente, el “candidato de la unidad” ya negociaba secretamente con su contraparte en Santa Cruz la repartija de curules en el Legislativo, excluyendo a sus aliados de arranque.
Tras la traición vino la ruptura y el desinfle del discurso renovador y transformador del “nuevo liderazgo de la unidad”. Los acuerdos programáticos duraron lo que tardó su “presidenciable” en hallar mejor partido y renegar de sus primeras nupcias, vetando toda postulación al Legislativo no del agrado de su nueva consorte y desatando la atomización de la oposición.
Pero ahí no quedó. En río revuelto, el ultimo caudillo de esa partidocracia que aprobó el Revocatorio, la Constitución del MAS y la primera reelección presidencial de 2009, se incorporó a la disputa por tan magro botín con igual o mayor avidez, aprovechando los pedazos de la diáspora opositora para montar otro eje más de dispersión.
Y es que, más allá de la falacia optimista de “vencer a Evo Morales”, Samuel Doria, Rubén Costas y ahora Tuto Quiroga, saben perfectamente que el control electoral del régimen le impone un techo porcentual a sus afanes electorales: 25% de la torta electoral de noviembre para repartir entre toda la oposición, incluida la versión “light” del proceso plurinacional que postula a Juan Del Granado.
Lo realmente patético de semejante oposición no es la indignidad de someterse a comicios sin otra perspectiva que un par de escaños en el Legislativo para cada cual, sino la absurdez de promover la unidad y luego dispersar a la oposición como nunca antes, con las prácticas caníbales del banquete nupcial entre el “delfín” de un partido ya sin marca y el senescal de una Gobernación sin liderazgo, de cuyas sobras se alimenta ahora el heredero de una derecha centralista sin brújula y sin proyecto histórico.
El autor es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y analista político.
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