Horrores de la ortografía


Es seguro que jamás habrá una necrológica que contenga el encabezado de: “Se nos fue uno de los grandes de la ortografía”. Igual que los ladrillos de una casa, que sólo se hacen notar cuando se desmoronan y dejan en un problema legal al constructor, la ortografía es un elemento del que raramente se habla en terrenos literarios salvo, quizá, cuando se le asesina del peor modo. Y eso, incluso, suele quedar reducido al círculo heroico de los editores y correctores de estilo. La razón es muy sencilla: la ortografía no se trata de esa serie de normas autoritarias y medio azarosas que tantos profesores con alma de Mussolini nos echan en cara, sino de una serie de medidas de mínimo entendimiento para facilitar la comprensión de un texto. Y el único riesgo de brincarse los dictámenes de la Real Academia Española es que algún talibán termine por italizarnos palabras como “whisky” para tolerar nuestra decisión de eludir el espeluznante vocablo “güisqui” (que, como decía un amigo cantinero, “si le pongo así en el menú, nadie va a querer pagar 70 pesos por trago”). O, en un caso extremo, que lo que escribimos no lo entienda ni nuestra querida madre.

Las redes sociales (y antes de ella, los profesores) popularizaron la idea de que una buena ortografía es una virtud moral y que carecer de ella es síntoma automático de una suerte de maldad imbécil. Son reiteradas las burlas a la “antiortografía” a la que muchos, especialmente los jóvenes, recurren en servicios como el WhatsApp y demás: esa profusión de letras k, de letra q seguidas de un apóstrofo (es decir: q’) y de zetas confundidas fatalmente con eses y ces. Los análisis sobre este tipo de escritura (que, recordemos, casi siempre está restringida al uso personal y con fines meramente comunicativos) suelen concluir que los pobres muchachos están al borde de un abismo de ignorancia sin par. ¿Qué hay con esto? Lo cierto es que, por un lado, las faltas de ortografía reiteradas suelen demostrar una sola cosa: falta de familiaridad con el lenguaje escrito. Es decir, que se lee poco y mal. Nadie que transite más de dos o tres libros persistirá en aventurar frases cosas como “T’ Kiero, Jonaz” a menos que sea un gran bromista. Pero por otro lado, también es verdad que los usos del lenguaje cambian con el tiempo, que las palabras se vacían de significado y mueren o cobran otro y reviven, y que las convenciones ortográficas son eso, acuerdos tácitos, normas habituales, y que ya antes de nosotros han experimentado derivas y mutaciones. Vaya: la acentuación y la puntuación eran diferentes hace un par de generaciones. Y la lengua de tiempos de Cervantes era francamente distinta; algo de ella queda en las nuestras, algo también se perdió para siempre. Igual que se perdieron, casi enteritos, el griego y el latín clásicos, que eran idiomas hermosos, precisos, y que dejaron admirables monumentos literarios. Vaya, la ortografía puede ser una buena y necesaria costumbre individual pero el idioma seguirá moviéndose hacia donde le dé su real gana. El Informador

 
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