El diccionario de Joaquín Sabina



SABINA ES UN CANTAUTOR Y POETA ESPAÑOL.

El amor se murió en la literatura. Después de escribirse tantas veces, de tantos modos y a tantos, a tantas, ya no quedó nada en él para rescatar. Entendimos que era el sentimiento más sobrevalorado, que su nombre es el más común de los lugares comunes. Esto es un lugar común. Escribir sobre el amor es caminar hacia el abismo de lo que ya se ha dicho, de las frases trajinadas, de los sinsentidos sonoros aunque vacíos. Pero Joaquín Sabina dijo: “De sobra sabes que eres la primera / Te juro que por ti daría la vida entera / Y sin embargo te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera”. Entonces el amor se resignificó y Sabina se convirtió en un nuevo diccionario de los amantes.

En “Y sin embargo” y en muchas de sus canciones aterrizó el amor en la tierra. Lo dotó de condición humana, lo enajenó de la fidelidad y lo condenó a ser una cosa más entre todas las que alguien siente. No la mejor, no la más importante. “Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño”, cantó en otro momento, tal vez haciéndole eco a Emil Cioran cuando decía que “la única originalidad del amor es que hace la felicidad indistinta de la desdicha”. Y no lo dejó solo. Lo acompañó de muchos temas: del dolor por la guerra, de la crítica al mercado, del miedo a la muerte, de los detalles que supone el estar vivo. Así también demostró que amar no es lo único que puede inspirar un soneto.

A todos sus temas les puso nuevas definiciones y el público lo aplaude, lo celebra. Se convirtió en una especie de Adonis de la palabra, en un tipo sensual con sombrero y tabaco. En un guitarrista que podría desnudar a una multitud de jovencitas con dos acordes, sin mayor esfuerzo. No obstante, el escenario y el reconocimiento nunca fueron su sueño. “Eso fue por casualidad”, dijo en el documental 19 días y 500 noches. “Primero fue la palabra”. La música, según él, le llegó por accidente. Lo que deseaba en su infancia era ser un profesor de literatura de algún instituto de Úbeda, su pueblo natal en España. También soñaba con escribir una novela vanguardista que nadie leyera.

A pesar de, a los 14 años formó una banda de rock con sus amigos, Merry Youngs. Interpretaban canciones de Chuck Berry, Elvis Presley y Little Richard. Parece que el rock le llegó para responder, para manifestarse frente a Jerónimo Martínez Gallego, su padre, un policía (Sabina toma el apellido de su madre). En una de las miles de historias que cuentan sobre su vida, todas de novela, el papá le regala un reloj como premio por haber aprobado un año de estudio. Sabina se lo devuelve, porque lo que él quiere es una guitarra. Así empieza a marcar la diferencia, a distanciarse de lo establecido.

Por eso dejó España. La dictadura de Franco acabó con las opciones de vida para un artista revoltoso. Viajó a Inglaterra y allá publicó su primer libro: una colección de poemas que él mismo distribuyó entre sus conocidos. Sabina creció entre libros de Marcel Proust, James Joyce y Herbert Marcuse. También leyó a Fray Luis de León, José Hierro y Pablo Neruda. Sus hábitos de lector consumado ya se notaban allí, en esa primera publicación que costeó con sus propios recursos y a la que bautizó Memoria del exilio, según un perfil del diario El Mundo.

Cuando volvió de Londres, con todo el arsenal de conocimientos que se obtienen cuando se rompen las paredes del pueblo, Sabina empezó a trabajar en su primer disco, Inventario. No tuvo que esperar mucho para que le llegara la fama, para que sus frases se convirtieran en referente, en cita recurrente, en el delirio colectivo de un público con corazón joven. “Qué pequeña es la luz de los faros de quienes sueñan con la libertad”, dijo y se sintonizó con muchos.

Muchos lo llamaron poeta. Según el escritor uruguayo Juan Pablo Neyret, con excepción de algunas coautorías y de algunos poemas que musicalizó, Sabina creó sus propias letras y esas fueron sus protagonistas. Su gusto por la literatura no se quedó en esfuerzos por ponerles ritmo y sonido a líneas de otros. Él creó las suyas. Lo hizo con todas sus influencias barrocas. Con ironía, con sarcasmo, lo que le permite a este autor compararlo con Francisco de Quevedo. Y por eso dice que, como Quevedo, Joaquín Sabina “se apresuró a reír de todo para no tener que llorar”.

Pero lloró. Sabina, quien le entregaba la llave de su casa a cualquiera, que celebraba fiestas que duraban días, que se embebía en relaciones efímeras, sufrió un infarto cerebral en 2001. Su amigo Julio Sánchez cuenta que “después de esa visión de la muerte tan cercana uno no puede ser el mismo”. “Yo no soy la Muerte, soy la muerte”, escribió Saramago. Antes de la enfermedad no existía ese reconocimiento, no pensaba al respecto. Lo que estaba cerca eran la vida y la farra. El goce del presente, la exaltación suprema del hedonismo. Las veladas llenas de músicos y de amigos músicos. Luego del infarto, se alejó del ruido. De los escenarios. Estuvo tres años sin montarse a una tarima y entonces volvió a su semilla, a sus libros, a la literatura. Debió ser el pánico a la intrascendencia que tanto aterra y que, como también lo dijo Saramago, crea a Dios, o crea libros. Lo que sea que nos ayude a permanecer.

“En los últimos años he tenido una tendencia muy acusada al silencio y a la soledad. Rara vez veo a nadie. He perdido el absoluto vértigo de estar rodeado de gente haciendo cosas sin parar”, también dijo en el documental. Y sus amigos lo extrañan, se lo pelean. Caco Senate, músico, cuenta con algo de resentimiento que ahora Joaquín Sabina vive más en otros círculos, que seguramente son los de la gente de la literatura y no los del pasado. “No creo que pueda divertirse más ahora”, agrega.

Pero si la literatura y la música se lo han peleado, Sabina ha sabido reconciliarlas. El poeta Luis García Montero lo define bien: “Joaquín Sabina es cantante y poeta. Por ajustar más: no un cantante metido de poeta, sino un poeta metido a cantante”. Y él mismo lo sabe: “yo siempre quise escribir”, afirma Sabina, riguroso en el estudio de la métrica, de la sincronía de las palabras, de las figuras literarias y del ritmo.

Así es como Joaquín Sabina escribe con guitarras y les pone cadencia a todas sus definiciones. Así es como resucitó el amor, obligándonos a amarlo. Así es como hizo de su discografía el diccionario más sonoro del mundo, el único.

 
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