En un artículo publicado hace algunos días en el diario español El País, bajo el título “México: democracia y salario mínimo”, Ciro Murayama, miembro del Instituto Nacional Electoral mexicano, da cuenta de la difícil situación por la que atraviesan los trabajadores de esa nación en plena etapa democrática, asegurando que “en México aquel trabajador que percibe el salario mínimo legal (65 pesos, equivalentes a tres euros y medio por una jornada de ocho horas) se encuentra en una situación de pobreza, pues su ingreso no le alcanza para comprar una canasta alimentaria básica, menos aún para proveer vestido, educación y techo a los suyos”.
Esta realidad contrasta con el hecho de que hace un siglo -puntualiza luego- fue la Constitución mexicana de 1917 la primera en el orbe en incluir expresamente los derechos sociales y, en particular, contemplar la existencia del salario mínimo. El artículo 123 de la máxima ley del país azteca refiere que el salario mínimo deberá ser suficiente para “satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer la educación obligatoria de los hijos”.
Hoy el salario mínimo más que cumplir con su función de procurar un nivel de vida esencial, en México es una mera unidad de cuenta utilizada para calcular multas de tráfico, tarifas públicas o el financiamiento estatal a los partidos políticos. Tan es así que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social en México, el organismo oficial encargado de medir la pobreza, estima que el índice de pobreza laboral -los trabajadores que perciben un ingreso insuficiente para alimentarse- ha aumentado 33% entre 2005 y 2014.
Sin el deterioro del ingreso de los trabajadores es difícil explicar que en México el 45,5% de la población se encuentre en una situación de pobreza, lo que implica 53,3 millones de pobres en un país catalogado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) como de Desarrollo Humano elevado. “Existen, añade, 50 millones de trabajadores ocupados, de los que 4 millones no perciben ingresos por su labor y 6.9 millones cobran hasta un salario mínimo. Además 6 de cada 10 trabajadores laboran en la informalidad. Sólo 3.7 millones de ocupados en la tierra de Agustín Lara perciben cinco o más salarios mínimos, es decir, ganan unos 18 euros al día o más”.
Murayama no duda en sostener que “antes, si bien no se tenía una sociedad más equitativa, sí había un progreso general que beneficiaba al conjunto de la población, cosa que hoy no ocurre. La alternancia política en el gobierno no se ha traducido en alternancia en la política económica del gobierno y la insatisfacción con la democracia en México es mayor a la del promedio en América Latina. Dicho de otra manera: la escasez de resultados sociales de la democracia amenaza la viabilidad democrática y su reproducción.
Por ello es interesante que en las últimas semanas distintas fuerzas políticas en México promuevan la discusión sobre el salario mínimo, coincidiendo con las elecciones para renovar la Cámara de Diputados. No es una mala noticia que los beneficiarios directos de la transición democrática, los partidos políticos, tengan una agenda que sea algo más que autorreferencial y se interesen por las condiciones de vida de sus electores. Quizá esa sea una condición para que el desapego ciudadano a la política pueda revertirse, para que la democracia implique no sólo gobernantes y representantes electos por el pueblo sino al servicio de éste, concluye.
La pregunta surge entonces ¿se debe promover ahora en Bolivia la discusión sobre el salario mínimo?, ya que estando cerca la realización de elecciones nacionales, los partidos políticos debieran ofrecer, y cumplir, por supuesto, promesas que satisfagan y beneficien a los desposeídos y a los que menos tienen en el país, recordando a propósito que lo relativo al salario mínimo vital con escala móvil, que viene de la Tesis de Pulacayo (1946), o sea un salario digno que permita su subsistencia a las familias depauperadas de Bolivia en condiciones generosas, ha caído en saco roto o en el olvido desde hace rato.
Mientras, la vivencia actual es poco menos que precaria por la desigualdad e inequidad económica que aún persiste, muy a pesar de todos los avances que se dieron en este campo. Hallándonos, pues, en democracia, a los actores políticos no les queda otra que hablar de ello, máxime si evocamos que además de la COB y otros sindicatos nacionales, una cumbre obrera y popular realizada en El Alto en 2005, reivindicó la lucha por su vigencia, fuera de la garantía de estabilidad laboral.
Asimismo se hace pertinente recordar que allá por la gestión 2011 se estimaba el costo real de la canasta familiar en 6 a 7 mil bolivianos mensuales para una familia tipo. Por ejemplo, en la Argentina, el gobierno de Néstor Kirchner reconoció hace muchos años la plena vigencia del salario mínimo vital y móvil. Aunque, según informes oficiales, el salario mínimo nacional en nuestro país registró un incremento acumulado de 127,3 por ciento entre 2006 y 2012, siendo la relación: año 2000, 500 Bs; 2008, 578; 2010, 680; 2011, 815; 2012, 1.000. Actualmente, de 1200 Bs en 2013, subió a 1.440. Pese a ello nuestra gente exclama ¡no alcanza! Entonces, ahora es cuando los entes político-partidarios tienen la palabra.
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