Salvador Moreno Valencia
Decir Cortázar es decir Literatura con mayúscula; además de integridad en la forma de pensar, dignidad a la hora de vivir, sacrificio, esfuerzo...; es decir Rayuela, es decir Horacio Oliveira, la Maga, Rocamadour…, es decir la “contranovela”, como el mismo Julio la definió para defenderse de lo que la crítica literaria dio en llamar antinovela; hablar de Cortázar es decir “boom latinoamericano”, ya que como bien se sabe, este autor fue uno de los integrantes de aquel fenómeno, entre los que podemos encontrar a Jorge Amado (Brasil); José Donoso (Chile); Gabriel García Márquez (Colombia); Guillermo Cabrera Infante (Cuba); Carlos Fuentes (México); Augusto Roa Bastos (Paraguay) y Mario Vargas Llosa (Perú).
Este año celebraremos los cien años del nacimiento de este escritor de culto, un intelectual nato que supo dar el salto hasta Europa, lugar al que, como tantos otros escritores latinoamericanos, deseaba llegar, en este caso con más facilidades, probablemente que otros, pero no vamos a entrar aquí en valoraciones de este tipo, sino que nos vamos a dedicar a escribir sobre uno de los íconos de la literatura del siglo veinte, un escritor de raza, un hombre a cuyo rostro se asoma una mirada penetrante, profunda, que nos hace pensar que éste fue, posiblemente, de niño, un niño enfermizo y con tendencia a la melancolía: (“mi infancia fue brumosa y con un sentido del tiempo y del espacio diferente al de los demás”), diría el mismo Cortázar sobre su niñez.
Así con esta tendencia a padecer enfermedades, como con su excesivo grado de sensibilidad, y su afición a la tristeza, y haberse convertido en un lector precoz, no en vano a los nueve años se había leído libros de autores como Julio Verne, Víctor Hugo, o Edgar Alan Poe, entre otros; según estos síntomas tan singulares, no es de extrañar que nos haya sorprendido con su obra, siendo uno de los grandes maestros del relato corto, la prosa poética, y creador de una nueva forma de escribir novela saliéndose de los moldes establecidos.
¿Realismo mágico? Incluso se le ha clasificado como surrealista (movimiento del que fuera propulsor el poeta André Breton), en uno u otro estilo, Cortázar nos muestra su fuerza magnética a la hora de escribir sus historias, unas veces autobiográficas y otras no; es un escritor de los que ya (por desgracia para la literatura), no suele haber.
Este centenario nos servirá, esperemos, al menos a mí, a comprender que aquellos escritores, que junto a Cortázar inauguraron un nuevo hacer en la narrativa, fueron hombres íntegros, y honestos, que defendían con dignidad sus ideas, y lo hicieron a través del medio que en estos tiempos está desapareciendo a pasos agigantados, este medio, o herramienta, o cosa, no es otra que la palabra, en este caso, escrita, y es ésta la que Julio sabe usar a la perfección para narrarnos cuentos como Bestiario, La señorita Cora, Octaedro…; y novelas o antinovelas como Rayuela, su obra más conocida y traducida a más de treinta idiomas, Los premios, 62 Modelo para armar…
Escribir de un genio como Cortázar es siempre quedarse corto, porque la intensidad con la que vivió su vida y escribió sus obras, no da para un estudio profundo de cuyo análisis podríamos sacar grandes y buenas conclusiones, además de un alto grado de conocimiento, pero no tenemos aquí todo el espacio, ni el tiempo del mundo para hacerlo, así que para terminar yo les emplazo, si se animan, a que jueguen a la rayuela, aquel juego que todos hemos jugado alguna vez, y que todos saben cómo se juega, y fue Cortázar el que mejor dibujara el tablero en el que Horacio Oliveira, junto con la Maga, bailaron un tango, negro, oscuro, bajo los puentes de París donde los vagabundos se debatían entre el sueño y el frío, el hastío, la desesperación, y la botella de vino, lugares que de la mano de Horacio, Julio nos describe con total crudeza. Es nuestro Horacio el que juega con el lector y que es su monólogo interior el que permite ese juego, además de dejar abierta la puerta a muchos finales.
No podía quedarme sin dedicarle algunas letras a este escritor, de los que ya van quedando pocos, o más bien no queda ninguno debido a la estupidez, y a la mediocridad que alarmantemente han tomado y seguirán tomando, si no lo evitamos a tiempo, las palabras para acabar, no sólo con la literatura, sino para acabar con la comunicación tal como la hemos conocido hasta ahora. Pronto viviremos en una sociedad en la que los amantes de la literatura con mayúscula, serán tratados y perseguidos como proscritos, pero si miramos la figura de Cortázar como la de un escritor íntegro, probablemente, esto nos servirá para no sucumbir en el “holocausto” de la palabra, tanto escrita como hablada, al que el feroz capitalismo quiere condenarnos.
El autor es escritor español.
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