[Juan León]

Menudencias

Todo vale, menos hablar claro


En tiempos de carrera electoral, cuando el caballo del corregidor corre con ventaja y cuando se da por descontado que ganará de lejos, todo vale. Con tal de llevar agua a su molino, moros y cristianos eligieron el camino corto del enfrentamiento. No importa que unos se sientan seguros de tener ya el cántaro lleno o de que los otros no se convenzan de que, dadas las circunstancias, les será imposible llenar el suyo.

En ese escenario de confrontación, el gran ausente es el juego limpio de la democracia y el gran perdedor, sin duda, el hombre de la calle, cuya vida no depende de los favores políticos. Porque en el afán de ensuciar la cancha (la historia dirá si por estrategia o por situaciones de coyuntura), ni oficialistas ni opositores hacen propuestas concretas y creíbles de planes de gobierno. Para decirlo en breve, oficialistas y opositores discuten más bien sobre bueyes perdidos. Por ese camino, la opción para el elector sin camiseta se reduce a sólo deducir de hechos y dichos que ve y escucha las intenciones verdaderas de los candidatos. Y el escenario invita, por fuerza de sus contradicciones, a analizar las señales de las contradicciones (no sé si aparentes o reales) de algunas acciones y mensajes del oficialismo y de la oposición.

Veamos un poco. Desde el oficialismo, el escenario político,

económico y social le es sin duda favorable. Sin discutir sobre legalidad y legitimidad, el hecho concreto es que el gobierno detenta el poder total del Estado. Controla los cuatro poderes y nadie duda ya de que éstos obedecen sus dictados. Los indicadores macroeconómicos le son también positivos. No importa si por mérito de la gestión actual, de factores ajenos como los precios excepcionales de minerales e hidrocarburos o por remesas del exterior santas y non santas, el hecho es que los indicadores van hacia arriba y eso es lo que le importa a la gente. Y de la mano de la política y la economía, controla también a los movimientos sociales, según sus necesidades.

En ese escenario favorable a sus intereses, parece ocioso, por ejemplo, que se insista a ultranza y a todo costo en mostrarle al país la imagen omnipresente del presidente. Sobre todo tras ocho años de campaña permanente. Él no necesita presentación. Todos lo conocen, lo han visto y lo han escuchado, sin que importe o no estar de acuerdo con él. Imposible creer, entonces, que le aporte muchos votos mostrarlo de manera machacona en gigantografías, de manera subliminal en todos los spots de la publicidad institucional del Estado que controla e incluso en las entradas al fútbol. Verlo hasta en la sopa y a toda hora satura y cansa a la gente. La teoría dice que el efecto es siempre negativo.

Al margen del negocio para algunos (sobre todo productores del material de propaganda), alguna explicación ha de haber pues para semejante derroche de esfuerzos económicos, de imaginación, de tiempo y de oportunidad. La más elemental lleva a poner en duda la veracidad de las encuestas que lo muestran imbatible. Sobre todo, porque las encuestas se han convertido también en herramienta de propaganda. Más aún porque ahora su tarea está reglamentada y sólo se puede difundir datos de encuestadoras inscritas y habilitadas por el Tribunal Electoral. De algún modo, la norma que pretende regular su trabajo les da una suerte de certificado de credibilidad.

Al margen de los datos que se difunden semanalmente y cuyo valor informativo (si es que tienen alguno) es de corta vida, las encuestas contribuyen más bien a enturbiar las aguas. El debate político, lejos de la confrontación de ideas, ideologías y programas, se reduce hoy a discutir si son serias y merecen credibilidad, si las encuestadoras son de fiar o responden a los intereses de quienes financian su tarea. Y si dicen o no lo que quieren quienes las pagan. Llevados de la nariz o no, oficialistas y opositores discuten hoy sobre encuestas y esa discusión no es un tema de fondo trascendental para el común de la gente que, en rigor de verdad, lo único que espera de un proceso electoral es elegir (en el sentido estricto de elección) con un mínimo de fundamento a sus gobernantes. Más útil sería, sin dudas, volver al camino de construir y discutir sobre planes, programas y propuestas de gobierno. Ganaría más el candidato que hable claro sobre los grandes temas de aflicción del común de los votantes. Hablarle claro a la gente sería una práctica sana y honesta de juego limpio. Y sobre todo, le quitaría a la gente el peso de tener que interpretar las señales de la comunicación proselitista, con el riesgo de no hacerlo de manera precisa o adecuada.

Desde el interés de la propaganda oficialista podría parecer útil, por ejemplo, que el presidente haya utilizado la inauguración de una obra pública para presentar a sus candidatos a senadores y diputados por La Paz. A esos candidatos, seguramente, aparecer al lado del presidente los promociona. Sobre todo porque esa presentación se amplificó al infringirse la ley con premeditación y alevosía pues el presidente dijo que lo hacía a sabiendas de que era ilegal y sería multado.

Pero el hago lo que quiero porque tengo poder o hago lo que quiero porque tengo plata y pago la culpa tiene también otra connotación importante. Para el común de la gente, fue una demostración gratuita de soberbia e impunidad, voluntaria o inconsciente, no se sabe. Fue nomás botón de muestra de lo que significa detentar totalmente el control del poder político, económico y social. La señal es por fuerza negativa, porque llega en tiempos en que todos dicen ser buenos, demócratas, respetuosos de la ley y de los derechos ajenos. Más allá de si valió la pena o no como herramienta de propaganda, habrá que preguntarse si fue también arrebato de sinceridad o traición del subconsciente, ¿verdad?

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