José Luis Rozalén Medina
Aunque el ambiente que normalmente envuelve nuestra vida y la de nuestros jóvenes esté contaminado de apariencia y máscara, de palabras huecas y promesas incumplidas, pensamos con Oscar Wilde: “mentir, fingir, es solo cuestión de habilidad y de argucia, pero decir la verdad, ser verdaderos, es obrar según la naturaleza más profunda del ser humano”.
En los últimos años del siglo XX y en los primeros XXI, se ha impuesto un neocapitalismo postmoderno, en cuyas entrañas se encierra un estéril y peligroso relativismo intelectual y moral. Éste afirma que, por encima de nuestros caprichos personales, de nuestros deseos individuales, no existen unas leyes racionales y éticas universales y verdaderas, unos valores morales que deben regular la conducta de todos los seres humanos, sea cual sea su origen, sexo o condición. Para este relativismo postmoderno “todo es igual, porque nada, en definitiva, vale la pena”.
En ese mundo relativista en el que se ha instalado buena parte de la sociedad occidental no es de extrañar que nos encontremos a menudo con estilos de vida sin marcos éticos de referencia. Cada cual puede hacer “de su capa un sayo”, no interesa la búsqueda de la verdad, sino la imposición de mi verdad, no se busca el bien común, sino mi propio provecho y beneficio. En ese mundo se impone la cultura hedonista de lo efímero, lo inmediato, “lo que se lleva”, lo mostrenco, lo fugaz, “lo que parece, pero no es”, la cultura de la máscara y la mentira.
En ese teatro se mueven y actúan hombres y mujeres prototipos de un “pensamiento débil”, sin fuste, sin hondura, seres permisivos, intrascendentes, volátiles, veletas a merced del viento y el capricho, más que brújulas que saben marcar el rumbo de sus vidas. En ese teatro contemporáneo tan revuelto, tan superficial, tan confuso, lo mismo vale un maravilloso Velázquez, que un ringorrango estrambótico en una sala de moda, con cóctel incluido.
Las “redes sociales han impuesto su ley por doquier y crean a su antojo una realidad ficticia y plana; los medios masivos de comunicación, con su tremendo poder de propaganda y publicidad, nos han convertido en consumistas compulsivos sin capacidad crítica. En las bambalinas de ese teatro relativista y postmoderno, los ciudadanos han acabado por no fiarse de los políticos: prometen y no cumplen, piden verdad y mienten. La mentira parece cada vez más verdad, y las verdades parecen, paradójicamente, cada vez más mentiras.
Se está produciendo un “gran trueque de valores”, una grave crisis, un tremendo desconcierto. Muchos jóvenes ya no creen en nada porque no pueden distinguir la verdad de la mentira. “El corazón humano necesita creer en algo”, decía Larra, “y cuando no encuentra verdades que creer, inventa mentiras para creer en ellas”. Hace unos días escuché a un ensayista español decir algo que me lleno de preocupación y tristeza: “Hoy día activamos ‘mecanismos de camuflaje’ igual que los animales para hacer frente a cualquier situación de peligro. Si entre nosotros predomina la ley de la selva, el engaño es imprescindible para poder sobrevivir… y nuestra selva es la sociedad”.
Nuestros jóvenes respiran esa atmósfera que los ahoga. Pero es ahí en donde padres, educadores, podemos enseñarles que la verdad existe, que no es igual odiar que amar, destruir que crear, maltratar a la mujer que tratarla con respeto; debemos decirles que hay verdades que siempre están ahí y son válidas para todos.
Porque, por un lado, nuestros jóvenes respiran engaño, y, por otro lado, ven que hay gente honesta, que cumple, que es fiel a su palabra, que se esfuerza por mejorar, que ayuda a quien está a su alrededor, que es auténtica.
El autor es catedrático de filosofía.
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