Siendo niños recibimos un singular regalo del que aún hacemos uso algunas veces a pesar de los años transcurridos. Cierta tarde de invierno, se le acabó a mi madre la cidra para el pastel de frutas y nos envió a comprarlo.
–Cuidado con el vuelto– nos advirtió. Voy a darles un billete de cinco dólares.
No pusimos gran atención a sus instrucciones y, cuando el dependiente nos dio la tajada de cidra que había cortado, nos volvimos para casa, dando carreras en la nieve. Repentinamente me vino a la memoria que el tendero me había devuelto solamente monedas sin que las acompañase billete alguno. Volvimos a la tienda.
–No, pequeña, no. Me has dado un billete de a dólar– contestó a mi reclamación, risueño pero firme; y continuó pesando té y especias, sin darle mayor importancia a la cuestión.
Anonadados por nuestro descuido, nos sentamos al borde de la acera y nos echamos a llorar. Poco después, un hombretón con bigote blanco se acercó a preguntarnos el motivo de nuestro llanto.
–Esperen aquí–dijo–. Tardó largo rato, pero apareció al fin y nos dio cuatro bille-tes de a dólar. El contento nos hizo enmudecer, pero luego recobramos la serenidad, y con los mejores modales le dimos las gracias y le dijimos que mamá nos preguntaría su nombre. Trazó unos garabatos en un papel que entregamos a mamá.
–¿De dónde sacaron tanto dinero? Es verdad que les dije que iba a darles un billete de cinco, pero luego he encontrado otro de a dólar.
Añadió que devolveríamos el dinero después de cenar. La dirección del papel estaba clara” “439, Calle Cuarta”. Pero el número más alto de la Calle Cuarta era el 325, y nadie conocía a nuestro hombre en el vecindario.
Puso papá el dinero encima de la cómo-da y mamá dijo:
–Tenemos que hacer alguna obra buena con ese dinero.
Hicimos muchas buenas obras con aquel dinero, pero sin gastarlo. El dinero siguió año tras año encima de la cómoda. Hacíamos planes para emplearlo en una cosa u otra, pero después de hacerla nos absteníamos de resarcirnos.
Siempre que mamá miraba aquel dinero, decía:
–¡Hay gente muy buena en este mundo!
Cuando Ana hacía la limpieza de los sábados, levantaba el dinero, limpiaba el polvo, volvía a colocarlo y murmuraba:
–¡Todavía hay gente buena!
Muchas de nuestras visitas se enteraron del significado de aquel dinero y de todas las bocas surgió siempre la misma exclamación consoladora.
Margaret Lee Runbeck en Good Housekeeping - Selecciones del Reader’s Digest.
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