Juan Marcelo Columba Fernández
El actual presidente boliviano y candidato a una tercera reelección consecutiva ha declarado que no debatirá con sus contendientes políticos porque los considera “representantes del imperialismo”. Este banal argumento de descrédito, que le permite rehuir el intercambio de ideas, al mismo tiempo genera especulaciones sobre sus habilidades verbales o cognitivas. Sin embargo, si se considera la peculiar, y no por ello menos efectiva, participación de Morales en escenarios democráticos previos -me refiero al debate electoral organizado por la Asociación de Periodistas de La Paz el año 2002, un encuentro de adversarios con diferentes horizontes políticos y niveles educativos- no se trataría de un problema de capacidad que impide la participación de Morales en la discusión de opiniones políticas, se trataría más bien de un rasgo primario de la administración populista plurinacional: su esencia no-democrática.
En un marco democrático, la elección de un candidato implica el desarrollo de actividades discursivas que permitan obtener la adhesión al proyecto político que éste defiende, normalmente a partir del contraste con otras propuestas que presentan argumentaciones razonadas y despiertan en los individuos la convicción de que su elección será la correcta para el bien de la sociedad. La discusión argumentada sobre las diferentes maneras de alcanzar este bien común ha tomado vital importancia en momentos de construcción o reconquista democrática. Las luchas contra la dictadura a fines de los años setenta, entre otros momentos capitales de la historia boliviana, dejaron un claro testimonio de la necesidad de la liberación de las ideas y plantearon la construcción de una democracia boliviana abierta y plural, donde la resolución del desacuerdo se realice mediante la discusión, la reflexión crítica y el reemplazo de las armas por las palabras.
Negarse a debatir implica despreciar las luchas de recuperación democrática en Bolivia, implica polarizar la sociedad y alentar la intolerancia, implica fomentar los discursos legitimadores del odio y de la violencia. Sin el debate democrático prevalece la barbarie política. Este aborrecimiento de la discusión y de la disidencia intelectual ha permitido a la administración populista plurinacional la generación de un lenguaje no-democrático. Un lenguaje monológico caracterizado por una estética repetitiva y una pobreza expresiva que -como ocurre con el incesante martilleo de los términos “histórico”, “dignidad” o “imperialismo”- configura un registro casi mágico donde las palabras y los gestos se transforman en objetos y prácticas de un ritual de sumisión.
Si bien el proyecto plurinacional en algún momento pudo participar del intercambio razonado e importar adhesión a sus ideas, actualmente carece de la menor capacidad para procesar la crítica y opta, más bien, por tender una larga alfombra roja a la lisonja. El argumento populista que descalifica al interlocutor político no solamente expresa la modorra intelectual y la comodidad del pensamiento único, sino también exhibe el acelerado desgaste del discurso plurinacional. Sin embargo este último aspecto constituye, quizás de manera aún más relevante, el desafío de renovación de la discursividad democrática cuestionando, sobre todo, los referentes autoritarios y lugares comunes verticalistas que habitan el imaginario político boliviano contemporáneo.
El autor es Lingüista.
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