Juan Bautista Del C. Pabón Montiel
La tierra natal fue forjada con cincel, martillo en la mano del indio, del mestizo y del blanco constructor de las heredades, cuyas marcas indelebles están en sus edificaciones y arte desde la colonia hasta la República.
La piedra comanche, herida por el martillazo kolla, adorna las relucientes calles andinas. El Illimani tonsurado por la naturaleza es monseñor de todas las edades y testigo silencioso de la tormentosa vida nacional. Una atroz explosión cósmica abrió la tierra, dejando una dulce cicatriz en su rostro. El Choqueyapu nació de las alturas del Chacaltaya, descendiendo cristalina a al centro de la urbe que nacía fundada por la bravura e insolencia española. Y de ahí nació el arrogante cholo Antonio Gallardo, primero en alzarse y única voz contra la opresión de los bárbaros ibéricos.
En 1601 nuestra Señora de La Paz elevaba su grito del mestizaje fecundo, cuyas manos las encontramos en las iglesias, en el barroco, y el portento está en Tiwanaku, cuna de una civilización al borde del Lago Sagrado, en la que aparecieron nuestros antepasados. Hasta hoy no descifrados sus misterios, sus columnas de piedra, granito y fuego son el testimonio de la visita de seres extraterrestres, a decir de muchos arqueólogos como Carlos Ponce Sanginés y el Ing. Arturo Posnasky.
Nuestra Señora de La Paz, del bramar de las revoluciones, de los motines y cuartelazos. Sus laderas son de tierra morena; el río Orkojahuira ladra haciendo temblar los cimientos de la ciudad inquieta de bombín, de polleras, rubicundas y caballeros liberales y mestizos revolucionarios. La dama paceña tiene las señas y marcas de la española, enriquecida por el nuevo ser fruto de la conquista.
La Paz tiene el rostro de los tiempos; la carita del fulgor de las aguas sagradas del Titicaca. Los balseros desde el amanecer navegan las aguas dulces para alimentar a su progenie de basalto y estaño.
Un azul intenso, despejado en invierno, abraza clementemente al nacido en la tierra paceña. Las Madreselvas, las kantutas, los claveles conforman un cuadro joyesco de la urbe altiva y engreída por ser hija del grande don Pedro Domingo Murillo. Los corceles de los altares de la Patria dejaron el eco de su paso en la historia de un pueblo indómito.
Las retamas de un amarillo intenso forman un collar perfumando a la urbe citadina; arroba el gusto de la flor que no perece, sino que en su quietud es el remedio para muchos curanderos, kolliris de las calles Linares, Sagárnaga y Jiménez. En esas arterias están reposando los encantos y milagros de toda la medicina kolla, que se resiste a desaparecer, pese al llamado modernismo.
¿Es una novedad que sea declarada ciudad maravilla? La Paz, tiene el alma de acero; sus hijos cargan sobre sus espaldas desde el amanecer sus atados de ilusiones; descienden o suben sus empinadas gradas con un corazón blindado y vuelo de mallkus imbatibles. En la Cumbre, parte de la Cordillera Real, los espasmos atmosféricos no hacen retroceder al paceño que mira con aires de triunfo haber coronado las alturas.
Vivir en La Paz maravilla es un desafío permanente; una canción que nace en los nevados descendiendo a los valles y los yungas cual ave prehistórica.
Felicitémonos chucutas picos verdes, por la cuna que nos cobijó entre aguayos multicolores; y el cielo de estrellas enamoradas de La Paz.
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