Por Clovis Díaz de Oropeza F.
Especial (EL DIARIO)- Desde tiempos inmemoriales, durante la Colonia española, en la República y en la actualidad, el milenario Kollasuyo (hoy Bolivia) mantiene latente el misterio en su variada topografía, como enormes piedras y rocas que semejan seres petrificados por obra de un castigo supremo o la espesa niebla reinante en las montañas, que oculta a los ojos humanos a los temidos “kharisiris”, especie de vampiros andinos que no se alimenta de sangre humana, sino de la grasa abdominal de los habitantes que pueblan nuestra meseta altiplánica.
La parte alta de Bolivia, como rechazo al enclaustramiento forzoso, es literalmente un mar de montañas. A miles de metros sobre el nivel del mar atisban curiosos los picos nevados, abriéndose espacio con sus conos pétreos y blancos, entre las nubes que coronan la cresta de granito.
Cada montaña tiene nombre, dioses mayores y dioses menores. Unos pueblan la cima y desde ella gobiernan otros, están asentados en las faldas y en la planicie de las megalíticas murallas cordilleranas.
La meseta altiplánica andina, sembrada de lagunas y de ojos de agua, alimentan retorcidos bosques del árbol nativo “kewña”, de los arbustos que tardan sesenta años en crecer algo más de 50 centímetros, que la gente conoce como “thola” y apenas a unos cinco centímetros de altura a partir del suelo, emerge una alfombra de yaretas, combustible ideal del fuego casero.
En este escenario de gigantescas proporciones, viven y mueren infinidad de comunidades y pueblos kollas, aymaras. Se dicen nacidos en la noche de los tiempos en las profundidades de las cuevas existentes en la cordillera y por ello, adoran las montañas y las reverencian cuando escalan hasta su cúspide, echando coca mascada a un promontorio artificial de piedras diminutas que depositan estos viajeros, durante años y siglos, invocando la clemencia de los dioses andinos.
El originario de estas latitudes comparado, por ejemplo, con la mole del Illimani, es menos que una pulga. Caminar por estos gigantescos bloques de granito y de piedras, sin escalar siquiera hasta la cumbre, es sentirse frágil y muy pequeño.
Esta percepción que no es solamente parte de la idiosincracia kolla-aymara, sino que aprisiona a cualquier persona que trasunta por el montañoso territorio, coopera a que nuestra espíritu se integre o por lo menos se involucre como la gente nativa, en el misterio y se torne creyente, oyente y vidente, capaz de sentir la existencia de los dioses ancestrales andinos.
Este mundo mágico que pertenece a kollas, aymaras y quechuas, está dividido en tres espacios físicos-espirituales: 1.- El cielo es la tierra de arriba; 2.- donde vivimos, es la tierra del centro y 3.- bajo la superficie está la tierra de la oscuridad.
En estos tres niveles habitan dioses que tienen sus respectivas tareas. Todos ellos han sido engendrados por la Mama Pacha, que según el antropólogo y desaparecido estudioso Mario Montaño Aragón, es la progenitora de los dioses, de los hombres y mujeres. Todos nacemos de ellas y a ella retornamos para recomenzar una nueva vida.
Los entierros de los antiguos kollas tenían en cuenta la vida en el más allá pues, en las viejas tumbas, se han encontrado vasijas de cerámica con restos de alimentos, armas, herramientas, vestidos y todo lo necesario para que el difunto, reencarnado, haga su nueva vida.
Maravillosas creencias que imprimen a quienes habitan la altiplanicie y montañas de Bolivia, cierto predeterminismo y de vivir bajo la sentencia de que todo ya está escrito y así sucederá (clovisdiazf@gmail.com)
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