Latinoamérica:
I
Bajo el título “El nuevo constitucionalismo latinoamericano”, Roberto Gargarella, profesor de Derecho Constitucional y doctor en Derecho, en un interesante análisis publicado en las últimas semanas en el diario El País, de Madrid, España, sostiene que “los recientes textos fundamentales de algunos países de esta parte del continente tienen elementos autoritarios propios del Siglo XIX”, basando sus apreciaciones, según dice, en análisis profundos de los mismos.
Al respecto destaca: a partir de creaciones y reformas constitucionales como las que se sucedieron en Colombia en 1991, Argentina en 1994, Venezuela en 1999, Ecuador en 2008, o Bolivia en 2009, comenzó a hablarse de un “nuevo constitucionalismo latinoamericano”. Lo de “nuevo” merece revisarse porque, según diré, las renovadas Constituciones tienen demasiado que ver con las que existían antes, pero en todo caso tiene más sentido concentrarse en el valor de las mismas. Ello, en particular, dado el interés que han podido generar estos documentos. Es mi impresión que se da un cierto equívoco sobre tales textos, que nos lleva a elogiarlos por aspectos en los que ellos fallan, y a desconfiar de los mismos a partir de otros rasgos que son merecedores, en cambio, de alguna cuidada esperanza. Vayamos, de todas formas, por partes.
El “nuevo constitucionalismo latinoamericano” tiene poco de nuevo, sencillamente, porque el mismo no introduce novedades relevantes en relación con el “viejo constitucionalismo,” en ninguna de las dos partes esenciales en las que se divide cualquier Constitución: ni en la sección dedicada a la organización del poder ni en la relacionada con la declaración de derechos. Las Constituciones de América Latina son, en su gran mayoría, estructuras consolidadas con más de dos siglos sobre sus espaldas, que en todo caso han incorporado algunos pocos cambios en los últimos tiempos (el primero, habitualmente, relacionado con la reelección presidencial) sobre una base que permanece intacta, idéntica a sí misma.
Esa base tiene entonces dos partes: una organización de poderes que es tributaria del Siglo XIX; y una organización de derechos que se modificó esencialmente a comienzos del Siglo XX, y que desde entonces no ha variado de modo extraordinario. La primera parte -la vinculada con la organización del poder- sigue reproduciendo hoy el viejo esquema moldeado alrededor de 1850, en toda la región, al calor de un pacto entre las fuerzas del liberalismo y el conservadurismo, las dos grandes corrientes de pensamiento que, con modos violentos, disputaron su predominio durante las primeras décadas que siguieron a la independencia regional.
El pacto liberal-conservador que, algo sorprendentemente, se extendió en Latinoamérica desde mediados del Siglo XIX se expresó, sobre todo, en Constituciones restrictivas en materia de derechos políticos; hostiles a la participación cívica; desatentas frente a la “cuestión social”. Constituciones que, territorialmente, concentraron el poder en un “centro”, mientras que, políticamente, centralizaron la autoridad en un Poder Ejecutivo especialmente poderoso.
Estas Constituciones, en buena medida inspiradas en el modelo norteamericano de los “frenos y contrapesos,” se desmarcaban del ejemplo de Estados Unidos justamente en este punto crucial (la organización del poder, y en particular del Ejecutivo) para apoyarse en cambio en el modelo autoritario napoleónico, o en el caso más familiar y cercano de la Constitución de Chile de 1833 (ejemplo típico del primer constitucionalismo autoritario de la región, pero también, para muchos, sinónimo de estabilidad política).
Con esta variación (que el jurista argentino Juan B. Alberdi justificó refiriéndose a la necesidad de contener los riesgos de la “anarquía”), las Constituciones latinoamericanas modificaban de modo radical -y muy grave- el esquema de los “frenos y contrapesos” que quedaba, de esta forma, desequilibrado, perdiendo así buena parte de la virtud que le daba sentido. Se iniciaba así el derrotero de poderes políticos institucionalmente separados de la ciudadanía, y capacitados para “torcer” e inclinar a su favor al resto de la estructura de poderes. Se trata de denunciar un modo errado de pensar el constitucionalismo.
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