[Jaime Martínez]

La tradición en La Paz


En los 466 años de la existencia de La Paz, los habitantes de las distintas generaciones que la han poblado han dejado su huella en las misteriosas redes del tiempo; lo han hecho con las diferentes manifestaciones de su vida, con lo cual ha ido formando una atmósfera espiritual, que se ha convertido en tradición, en sedimento invisible de la vida de la ciudad.

Esa tradición, esa vida impregnada de mentalidad, de costumbres, de maneras de sentir y reaccionar, que aparentemente han viajado al olvido, en realidad flotan en las memorias de los ancianos, llenándolos de nostalgia; otros, amantes de las bases de su cultura, lo recogen de viejos textos o de labios de abuelos llenos del tiempo ido, para volver a poblar las mentes de hoy con el tesoro del ayer recobrado por el milagro de la palabra, y lo elaboran literariamente, lo vierten en las páginas de la crónica y de la leyenda. De esta manera las personas tienen el privilegio de vivir el pasado y el presente en un solo instante: el del recuerdo recuperado por el arte de un narrador.

Entre los escritores que nos han dejado crónicas paceñas podemos recordar a Ismael Sotomayor, cuya elegante pluma ha recogido el ambiente de los siglos coloniales, tan llenos de pendencias, de aparecidos que por las noches se muestran a los tunantes incorregibles, porque esas son las horas en las que esos tales transitan las calles de la aventura y la juerga, para asustarlos y darles la oportunidad de la enmienda de su vida torcida, mostrándonos de esta manera la mentalidad crédula y llena de temor de nuestros antepasados; otro recolector de viejos recuerdos es Antonio Paredes Candia, quien los elaboraba para darnos a conocer leyendas populares, historias del misterio de ultratumba, capaces de hacernos poner los pelos de punta, o de viejos dichos, en los cuales anida el perfume del castellano de las abuelas, tan lleno de pureza gramatical, de color y emoción.

Actualmente hay una nueva escritora de crónicas antañonas: Elizabeth De Col de Céspedes, que ha publicado un nuevo trabajo: “Del tintero a la plumafuente y la puntabola,” con el cual se ha ensuciado los dedos como niña aprendiz que toma el canuto, le pone la pluma metálica, la sopa en el tintero de la investigación y escribe y escribe, hasta que los dedos, llenos de tinta, le duelan por la presión del metal sobre la piel. A ella le debemos la recuperación de viejas costumbres llenas de la mentalidad mágica y supersticiosa de las antiguas generaciones; por ejemplo, nos cuenta que cuando las mujeres de fines de Siglo XIX iban a tener un bebé recurrían a la matrona o partera, y, cuando había retención de placenta, el peligro se subsanaba con toda sabiduría colocando encima del vientre de la parturienta… un zapatito de melliza ¡Y santo remedio! O, de acuerdo con los valores de ese tiempo, la madre permanecía bajo el cuidado de la familia durante una semana, “no más,” cuando daba a luz a una mujercita; pero si era varón, el postparto duraba 40 días.

En las ciudades de antes se vivía en mayor contacto con lo sobrenatural; por eso, no era extraño saber que, un buen día, un conocido seductor de doncellas se aprovechó de la orfandad y pobreza de una adolescente, la cual, al tiempo debido dio a luz un hermoso niño. Por consejo de la parentela, para recuperar la honra, presentó demanda contra el don Juan, quien, enfurecido, negó el hecho. Como en el juicio se pidiera el testimonio de un testigo, un caballero de distinguido porte se ofreció como tal. “Ud. miente. Su testimonio es falso”, bramó el iracundo tenorio. “Si de mis palabras dudáis -dijo el caballero mostrando las manos y el costado heridos- de esto no dudaréis”. Los ojos de la concurrencia se desorbitaron al reconocer al Cristo resucitado, con los estigmas en palmas y pecho; cuyo testimonio era indudable. Ese caballero pidió a la adolescente que se hiciera monja; y que él se haría cargo de la criatura. Al rufián aquel le deparó una mala muerte, en castigo por sus malandanzas.

Es grato recordarlas pías leyendas en este nuevo aniversario de La Paz.

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