No trajo libros ni ideas, sólo violencia y muerte. La ceremonia y ofrendas brindadas en la localidad de Vallegrande en memoria de la invasión armada a nuestro país, a la cabeza del guerrillero Ernesto Guevara en la década del 60 (herida no cicatrizada), nos indigna. Aunque probablemente 69 viudas aún con vida, huérfanos, soldados, oficiales y compatriotas bolivianos que salieron en defensa de su patria e hicieron frente aquella alevosa e impune ocupación -siendo asesinados cobarde y arteramente- lo recuerden con sumo dolor.
Lo anterior nos obliga a preguntarnos una vez más si el presente absurdo significa el fracaso de nuestra historia, la falta de contacto con nuestro pasado, ¿o aquella irrupción armada fue un inofensivo capítulo que nuestra historia puede olvidar y perdonar?
Pero la infiltración fue disfrazada y encubierta. No trajo estandartes de paz o esperanza, concepciones místicas o ideales puros. La mochila del guerrillero sólo portaba munición letal y diarios para memoria y control de “bajas del enemigo”, golpes de mano y emboscadas.
Enarboló el odio como único presupuesto de “lucha”, sosteniendo que ¡un pueblo sin odio no puede triunfar!
En pocas palabras, el mundo sólo ha progresado según la funesta receta del médico guerrillero (refractario a su juramento hipocrático), “…cuando se ha ejercido violencia sobre sus instituciones y el apoyo contundente de una selectiva máquina de matar…”, su blanco esta vez fue Bolivia.
Aquella conducta exaltada, cuestionada y rechazada en principio por compatriotas bolivianos ante un liderazgo foráneo, en ningún momento tuvo mayor convencimiento en el ámbito agrario ni urbano, por ser contrario a la concordia y al diálogo como instrumentos para la solución de nuestros conflictos, con una idiosincrasia más asimilada al pensamiento de Sergio Almaraz, José Carlos Mariátegui, Carlos Montenegro, y otros.
“Un pueblo que oprime a otro pueblo no puede ser libre”, sentenciaba el Inca Yupanqui ante la corte de Cádiz, “nadie es libre si no permite que los demás lo sean”. Pero, además, “hay que liberarse de la opresión sin volverse opresor de los demás”.
En conclusiones: a los actuales cultores de la violencia revolucionaria en nuestro país, apasionados por su místico símbolo, es necesario asegurarles que el recurso de la violencia repugna a la conciencia de los bolivianos. Es la Ley de la selva, es la valoración de la fuerza sobre la razón. Les recordamos que la resistencia no violenta no sólo es un método moral, sino también eficaz. Citamos nombres que son admirados por millones de personas, cuyo ejemplo arrastra cada vez más gente, como Martín Luther King, Nelson Mandela, Rigoberta Menchú, así como los recientes premios Nobel de la paz (2014), la joven paquistaní Malala Yousafzai y el indio Kailash Satyarthi. Todos alejados del fracaso y la frustración.
Definitivamente, es un contrasentido rendir homenaje a quien ha invadido encubiertamente nuestra morada. Exaltar la violencia es deshonrar y envilecer nuestros valores.
El autor es abogado.
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