20 de octubre de 1548
Jaime Zeballos Pastén
Históricamente, el primer registro que se vincula con Chuquiago aparece, con nitidez, al poco tiempo de ha-berse consumado el acontecimiento pavo-roso de Cajamarca, conocido como el “re-torno de los dioses de los ojos azules”; en efecto, a la muerte del inca, el nuevo amo del Perú – Francisco Pizarro – destacó al Kollasuyo, el año 1534, a dos de los capi-tanes más audaces de su escolta: eran los capitanes Diego de Agüero y Pedro Martí-nez de Moguer. Ambos comisionados te-nían encargo de conocer “de visu”, la Isla del Sol, y al mismo tiempo, el mentado ca-ñón de Chuquiago (1). La provincia del Marqués - pergamino rubricado en el Cus-co - era precisa: los emisarios debían esta-blecer, tanto en las islas como en el case-río de Chuquiago, la verdad concerniente a los tesoros sobre los cuales, con entusias-mo; le habían hablado a Pizarro el mismo Atahuallpa, poco antes de su inmolación. Una vez cumplido su objetivo, la pareja de soldados retornó a la Gobernación, llevan-do cada uno, en la grupa de su caballo, talegos de arena proveniente de una yaci-miento que, otrora, había sido explotado por orden de Wayna Kapac. Los talegos en manos de Pizarro, decantaron muchas onzas de oro (2).
Posteriormente, aparecieron en la ba-rranca unos venerables burgaleses. El prior de ellos era Francisco de los Ángeles Morales. “Había llegado al reino del Perú el año 1532, recorriendo el altiplano hacia 1536, en compañía de Francisco de la Cruz Alcócer y Francisco Laroca, organi-zando misiones y levantando toscas capi-llas de barro”. Curiosamente, estos tres misioneros tenían por nombre:
“Francisco”. Y dado que los tres “Fran-ciscos” se hallaban empeñados en formar un centro de adoctrinamiento en el Pueblo Nuevo, se esmeraron en levantar, en pro-vecho del burgo en gestación, un “plano” que fue puesto a disposición de don Pedro de la Gasca, a comienzos de 1548. Lo que no se sabe es qué suerte pudo correr se-mejante “carta” de ingeniería. . ., una vez que estuvo entre los papeles del pacifica-dor del Perú.
En agosto de 1540, asentados como estaba algunos peninsulares lavadores de oro, se hizo presente en Chuquiago Fran-cisco Pizarro en persona. Francisco por la gracia del valle y sus bondades –abundante oro, agua cris-talina, buen maíz y mejor forraje para los caballos-. Pizarro llegó con su orde-nanza, un tal Picado, que era su escribiente. Lo acompañaban algunos ca-pitanes, como Pedro de Valdivia y Rodrigo Zamu-dio. Durante su estadía, el conquistador del Perú firmó un par de despachos pri-vilegiados: la adjudicación a perpetuidad de los place-res de Chuquiaguillo y La Merced, en beneficio de su hermano Gonzalo, por una parte, y por otra, la con-quista de Chile por don Pe-dro de Valdivia, el fundador de la ciudad de Santiago el Mapuche (3). Ocioso resultaría pensar que tan eminentes per-sonajes no se hubiesen alojado en uno de los tambos de Churubamba.
“El pueblo español – sugiere José Ma-ría Arguedas – llegó para fecundar el Nuevo Mundo, no sólo para conquista-dor” (4). El pensamiento del ilustre pe-ruano se complementa con el criterio del mexicano Octavio Paz, cuando dice: “la diferencia con las colonias sajonas es radical. Nueva España conoció muchos horrores, pero por lo menos ignoró el más grave de todos: negarle un sitio, así fuere el último en la escala social, a los hombres que la componían” (5). Lo dicho se aplica con exactitud a la Nueva casti-lla, o sea, al Perú. Y, además, nos hace ver como España encontró en el Descu-brimiento de América no únicamente la expansión del “mercantilismo” a secas, sino que implementó, en aquel aconteci-miento estelar de la Humanidad, un es-quema que fue capaz de concretar un objetivo: la cristianización de las tierras descubiertas y conquistadas del Nuevo Mundo.
Bajo este presupuesto, tan español de la época, al promediar el mismo siglo XVI, en Churubamba -casas de barro y paja brava, recostadas en las vertientes de un río cargado de oro, en medio de huertos de maíz y patatas-, otro caste-llano, el capitán Alonso de Mendoza -pa-seando la bandera de la Corona, asistido de un clérigo con el breviario de Santo Toribio, en la mano, escoltado por solda-dos de a caballo y lanzas en ristre, e inclusive, con la benévola asistencia de los caciques del lugar- fundó la ciudad Nuestra Señora de La Paz, “tres días después del 20 de octubre de 1548, en que se firmó el acta oficial en el altiplano, dentro de la iglesia de Laja”(6).
Hay historiadores que no ven en el su-ceso anterior sino un acto informal una solemnidad provisional, en el entendido de que Alonso de Mendoza y la treintena de españoles que formaban su comitiva “se la tenían guardada a la ciudad en ciernes en el lomo de sus cabalgaduras”. Es que el fundador ibérico confiaba, has-ta el último, en el hallazgo de otro “pai-saje” más acorde con su leal saber y en-tender para, de esa manera, cumplir con su cometido, ajustándose, además, a los puntos que contenía el pliego expedido por el gran pacificador del Perú, el licen-ciado don Pedro de la Gasca.
La fundación de las ciudades del Alto Perú, lo mismo que la de otras similares en las Indias, ha obedecido a ciertos modelos estratégicos ya establecido por la vieja experiencia de Occidente: se ha inspirado en fundaciones que los con-quistadores romanos hicieron en tiempos del Imperio. “Los españoles -hace notar Gustavo Adolfo Otero- al igual que los conquistadores romanos edificaban sus urbes donde existían fundados caseríos indígenas” (7). Lo cual explica por qué La Paz –una villa de molde castellano- se ha instituido en base a un Chuquiago ay-mara, una milenaria ciudad enraizada en los Andes, en un tinglado donde comien-za el sistema amazónico del Altiplano.
La Paz, como el Cusco, sigue en el sitio donde el hombre americano primiti-vo la fundó. ¿Por qué no la cambiaron de lugar los conquistadores?, se pregunta el investigador (8). En su búsqueda los pe-ninsulares se detuvieron en los contor-nos del lago Sagrado, descendieron a los valles y a las orillas de los ríos, y ninguno de esos parajes pudo colmar su expecta-tiva. Viacha, guaqui, Tiahuanacu y Yun-guyo, fueron descartados. Unos por muy desolados y otros, en la arisca meseta, por demasiado frío, sin embargo, a la pretérita e importante Chuquiago la eli-gieron entre múltiples torrentes, sobre el terreno más difícil, “teniendo hacia el sur esas formaciones de greda tan estériles, que en los tiempos de la conquista de-bieron ser contempladas con supersti-cioso terror” (9). Y, de este modo, se que-daron en la benigna barranca -en aquella aldea de oro que le pintara el inca en Cajamarca-, era una joya encofrada den-tro de un paisaje que hierve montañas. . . a la vista del Illimani.
Con referencia a las “capitulares” de la fundación, Julio Díaz Arguedas nos hace una advertencia: “este último documento –expresa el historiador al ocuparse del acta labrada en la hoya de Chuquiago –puede ser considerado (sic) como la verdadera fundación de la ciudad de La Paz, porque fue redactada sobre un te-rreno elegido. . . ya que fue en esta fecha (23 de octubre) en que los fundadores recorrieron la quebrada y no hallando otro sitio mejor que la planicie de Churu-pampa y campo de caracoles, iniciaron aquí el acto solemne de la fundación, con la concurrencia de los caciques indios de la localidad” (10).
El mentado pliego era fruto de los po-deres que la Gasca recibió de manos de Carlos V, en la Villa de Venelo, dos años antes de la fundación. . . Y en virtud de ellos, el mandatario de S.M. le otorgaba a Alonso de Mendoza las facultades más amplias y discrecionales, en una gama de asuntos a cual más variados. Entre tales asuntos se contaba, por ejemplo, el de “dictar ordenanzas que os pareciere necesarias al servicios de Dios Nuestro Padres y Señor y al servicio de nuestro bien y para el sosiego de las dichas pro-vincias y de los dichos habitantes”. Ade-más el pacificador insistía, de “motu-proprio”, en su irrenunciable afán de amparar a los indígenas de la zona y evitarles, por lo tanto, los penosos viajes que éstos hacían, ora a Arequipa, ora a la Plata, centro donde residían sus amos o “encomenderos”.
Y tal propósito del buen clérigo fue, no cabe la menor duda, uno de los factores principales que determinaron para la creación española de la Villa de La Paz.
Otro motivo celosamente puntualizado por el Pacificador, era el de implementar en Chuquiago un sólido bastión que pro-tegiera al mineral de Potosí, esto, es creando un poblado de categoría, más o menos cercano al Cerro, previendo los ca-sos de riesgo que, eventualmente, pudiera confrontar el enorme emporio de plata.
Referencias
(1) (8) Garcilaso de la Vega, “Historia General del Perú”, Edit. Universo, Lima, 1977.
(2) (9) Julio Díaz Arguedas, “Historia de la Ciudad de La Paz, Ed. Litografías Unidas, La Paz, 1978.
(3) Carlos Urquizo Sossa, “Notas sobre la Ciudad de la Paz”, Revista “Illimani”, No. 10. La Paz.
(4) (10) Octavio Paz, “El Laberinto de la Soledad”, Edit. Fondo de Cultura Económica, México, 1976.
(5) Alfredo Sanjinés, “La Paz”, Edit. Imprentas Unidas, la Paz, 1984.
(6) Gustavo Adolfo Otero, “La Vida Social del Coloniaje”, Edit. La Paz, 1942.
(7) Alberto Crespo R., “E; Corregimiento de La Paz”, Edit. Urquizo, La Paz, 1972. Archivo EL DIARIO.
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