El Foro “Soberanía Alimentaria, Sostenibilidad Agropecuaria y Seguridad Jurídica”, que se desarrolló el 1 de octubre en los salones del Hotel Radisson, bajo el auspicio de Confeagro y el Ibce, me llevó a la conclusión que encabeza este artículo.
La razón es muy simple, todo el esquema institucional vigente arranca con la Ley de Reforma Agraria de 1953, aprobada en el primer gobierno del MNR, cuyos objetivos eran dirigidos a: i) acabar con el latifundio, una herencia del periodo colonial que se consolidó en el periodo republicano; ii) acabar con la servidumbre personal tanto en el trabajo de la tierra, como en la de servicios personales que se realizaban a favor de los patrones y iii) lograr el aprovechamiento de ese enorme espacio de territorio de la amazonia boliviana, aún despoblado y desprotegido.
Esta reforma fue en gran medida una copia de la reforma agraria mexicana, Perú hizo a su vez una Reforma Agraria en el periodo de Velasco Alvarado, con un modelo muy parecido.
Posteriormente, en octubre de 1996, se aprobó la Ley 1.715, o Ley del Servicio Nacional de Reforma Agraria que determinó el inicio de un nuevo proceso de concesión y “saneamiento de tierras”.
En una evaluación a los 50 años de esta ley, los resultados se expresaban en las cifras siguientes: El CNRA y el INC distribuyeron 93,18 millones de hectáreas del siguiente modo: 74% a beneficiarios campesinos, 9% entregadas como TCOs y 17% a manos de propietarios privados o la agricultura comercial. (Fuente: Zeballos, Hernán y Paz, Danilo. “Diagnóstico de la reforma agraria boliviana”, INRA, 2003).
Claramente, después de 50 años de aplicación de la Ley de Reforma Agraria, se habían cumplido plenamente sus objetivos.
Posteriormente se aprueba la Ley 144, de la Revolución Productiva Comunitaria Agropecuaria, en junio del 2011 y la Ley de la Madre Tierra, en octubre del 2012.
Todo este conjunto de leyes derivan en los últimos años, en un manejo discrecional del recurso tierra que conducen, según explicó el Dr. Fernando Asturizaga a: i) 18 años de proceso de saneamiento (los títulos de RA firmados por el presidente de la República, no tienen una validez final); ii falta de títulos a productores medianos y grandes; iii) los títulos no otorgan prioridad; iv) El Viceministerio de Tierras puede impugnar títulos y resoluciones y v) se exige la verificación de la Función Económica Social (FES) cada dos años.
Todo lo anterior además conduce hacia los avasallamientos de propiedades (o más propiamente asaltos) que se traducen en pérdida de bienes y maquinaria, imposibilidad de acceso al crédito, disminución del valor de la tierra e impedimentos para sanearla.
Es fácil concluir que es un sistema perverso que conduce a la inseguridad jurídica, a un manejo arbitrario del recurso tierra, en el ámbito nacional, por parte de funcionarios de nivel jerárquico inferior, tanto del INRA como del MDRT.
¿Así se puede avanzar en lo que tanto se pregona: soberanía alimentaria y sostenibilidad agroproductiva? Claramente no.
La solución, tal como lo planteé en la reunión: es necesario acabar con la reforma agraria, poner en marcha un sistema de catastro rural que simplemente registre el derecho de propiedad sobre la tierra y los cambios que luego se producen por el funcionamiento de un sistema de mercado.
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