Economía de palabras
Pablo Adelfang, representante de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA), recomienda a los bolivianos meditar mucho, pensar mucho y debatir mucho sobre la pertinencia de instalar plantas de energía atómica en el país.
Esperemos que no se lo declare persona non grata por este consejo, que es casi una provocación, un atrevimiento, en un país donde aquello de meditar no es una práctica frecuente, sino todo lo contrario.
Aquí, señor Adelfang, el método para tomar decisiones consiste en “yo le meto nomás”. Eso de meditar es tarea de los abogados cuando tienen que resolver el entuerto.
Pero pensándolo bien, meditando un poco, quizá el consejo hubiera sido muy oportuno para decisiones anteriores, muy caras decisiones anteriores.
Meditar, por ejemplo, en la conveniencia de invertir 300 millones de dólares en un satélite cuya utilidad todavía no se conoce, hubiera sido muy necesario antes de hacer semejante gasto.
Meditar en la necesidad de resolver el problema de pesadilla que es el transporte público de La Paz hubiera servido antes de gastar 240 millones de dólares en un sistema que apenas puede atender, trabajando a toda capacidad, la demanda de transporte de 4% de los alteños que necesitan llegar a la hoyada.
Meditar en el tema de si es necesario invertir 840 millones de dólares en una planta de urea. Y ubicarla en el peor lugar posible, por la provisión de la materia prima y sobre todo por la casi imposible conexión hacia los mercados de consumo y las vías de exportación.
Sin contar el aeropuerto de Chimoré, con una pista de 4.000 metros, la más larga del país, para un pueblo de 3.000 habitantes. O hacer un palacio de gobierno más grande para que quepan los supernumerarios. En fin.
Este consejo se parece a una propuesta que llegó hace tres décadas al país, de parte de una oficina de la ONU. Esa oficina propuso un sistema por el cual la ONU le pagaría a Bolivia un monto determinado a cambio de que los bolivianos apliquen racionalidad en el manejo de los bosques. Es decir un soborno para que seamos racionales. El acuerdo fue rechazado, por supuesto. ¡Nuestra irracionalidad es un patrimonio nacional, es imprescriptible e irrenunciable!
Ahora nos retan a meditar sobre la energía nuclear. A ver qué respondemos.
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