Parte constitutiva de nuestra idiosincrasia es vivir de lo que decimos. Prometemos, formulamos planes, empeñamos la palabra y, en conclusión, nada llevamos a cabo. Los gobernantes creen hacer suficiente declarando, perorando, sobre una u otra cosa, para olvidarlo tan pronto como acaban de decirlo, parece que del resto no se acuerdan más. No sólo los mandatarios actúan de ese modo, sino el conjunto de la sociedad. En nuestro ambiente valen más las palabras que los hechos.
Las leyes, disposiciones, políticas, medidas, apenas si duran el tiempo de su difusión, ingresando al desuso sin siquiera haber nacido. No preguntamos, ¿cómo es esto? Sí, porque toda decisión oficial nace, evidentemente, junto a su primera aplicación y no por su simple promulgación, esto es lo real y fáctico. Se añade a esta prematura caducidad que nadie supervisa el cumplimiento de las leyes o la ejecución de los proyectos. Son raros quienes realizan sus obligaciones y los más lo hacen a desgano. Vegetar y transcurrir sin mayor novedad ni resultado es la opción que nos ofrece felicidad. “Es dulce no hacer nada”, tal es una de las divisas mejor compartidas. Las leyes abundan y en los tiempos actuales son prolíficas, pero en el fondo inocuas. La ley positiva por sí sola no es la panacea que todo lo resuelve como se cree.
“Nos vemos”, “te llamo”, “seguro… seguro”, son formas cotidianas en nuestras relaciones humanas sin la menor intención de cumplirlas. Colma la falta de sinceridad, de franqueza con las personas; preferimos la vaguedad, la ambigüedad y dar esperanzas en el vacío sobre negocios, actividades, compromisos, etc. No somos consecuentes con lo que decimos o hacemos. Es muy leal y franco saber decir NO, en determinadas circunstancias. Pero si tenemos convicción de honrar un compromiso, debemos responder SÍ, categóricamente, sin dejar lugar a dudas o incertidumbre. Alguien dijo que “las acciones son más sinceras que las palabras”.
No deja de ser inquietante el origen de lo ambivalente y tornadizo que predomina entre nosotros, actuar éste que no es común denominador de todos los pueblos. Es hidalgo reconocer los errores y falencias. Cosa distinta es el engaño, el fraude premeditado, el delito, en suma.
No sólo vivimos “el mundo del espectáculo”, sino de la imagen, de las afirmaciones o, tal vez mejor, de la palabrería, afán al que se prestan a cabalidad los medios audiovisuales, en especial la televisión, de ahí la tendencia a colarse en la pantalla chica a cualquier precio. Si algún acontecimiento o hecho no se difunde y no se lo hace ver, no existe, sea cual fuere su utilidad pública, su importancia y trascendencia, se da preferencia a lo trivial, lo morboso y se impone el sensacionalismo.
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