Miguel Ábalos
Manuel camina por las calles del querido barrio que lo vio nacer y crecer, como a los árboles de la cuadra de su casa. Va sin rumbo fijo respirando el limpio aire de un mediodía de primavera y un sol tibio le acaricia el rostro. Es alto, fuerte, joven, tiene 25 años y muchos más por vivir junto a Sofía, a quien conoce desde la primaria y desde aquellos años, ambos se aman de verdad. Se siente feliz.
Pero lo verdaderamente maravilloso no es ese sol ni ese aire primaveral ni su querida novia, sino la presencia de su mano derecha fuerte, con la que puede estrechar con emoción la mano de sus amigos y acariciar a su Sofía cuantas veces quiera. La levanta hasta la altura de sus ojos para sentir el hermoso placer de verla; observa la palma áspera y las pequeñas cortaduras que el trabajo de carpintero le va dejando, como la cicatriz de un corte en un pulgar.
Qué terrible sueño tuvo. Recién ahora, observando su mano derecha, cae en la cuenta que fue una pesadilla. Sigue siendo el oficial carpintero de la empresa Mayo y Cía., se siente un trabajador hábil, capaz, inteligente, que conoce su oficio y con sus dos manos corta las tablas con total precisión sin fallar ni un centímetro. El resba-lón de aquella tabla pesada y lisa y la sierra sin control que le atravesaba la muñeca llevándose su mano derecha... sólo existió en su fantasía onírica.
Tampoco eran reales la consabida desocupación y la angustiosa e inútil búsqueda de trabajo. Ni era cierto que hubiera desistido de casarse con Sofía pensando que un hombre con una sola mano está en desventaja para ofrecer lo mejor al ser querido.
La pobreza le había enseñado, entre otras muchas cosas, a establecer el límite preciso entre los sueños y la realidad. Mira una vez más su mano mientras camina. Sin la terrible pesadilla, nunca hubiera podido comprender su verdadero valor.
Se siente muy feliz al verse libre de todo eso al mirarse la mano perfecta y sentir el calor del sol sobre la piel. Siente la caricia del aire que juguetea con su pelo como si fueran los dedos de Sofía y exterioriza su alegría silbando un tango de Troilo.
Sabe que ese sueño marcará su vida, pa-sarán los años, blanqueará su cabeza, y el recuerdo de esa torturante alucinación con-tinuará viviendo eternamente en su cerebro con indeleble nitidez. Pero ¡qué importa!, si Manuel Acosta sigue siendo un oficial carpintero con sus dos manos en perfectas condiciones.
Tiene un jornal diario asegurado, una modesta casita llena de sol en el barrio Belgrano, herencia de sus padres, y los dueños de la carpintería le prometieron un aumento de salario para el año que viene. Así va a cumplir el sueño de su vida: casar-se con Sofía. Camina bajo el sol, disfrutan-do de su diestra que está ahí, en su lugar, grande y fuerte, como siempre, con sus ve-nas abultadas y llenas de vida.
De pronto, comienza a oscurecer en ple-no día, las casas parecen achicarse, el sue-lo pierde consistencia bajo sus pies, las calles se van estrechando hasta cerrarse en una trampa sin salida y esa niebla espesa hace más horrible la tarde.
La repentina oscuridad le impide ver su mano derecha y no encuentra la razón de por qué ya no se mueve, ya no se siente, ya no se palpa, ya no está... hasta comprender que nunca más la tendrá... porque está des-pierto.
Canelones, Uruguay.
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