Adela Cortina
A menudo se aplica el adjetivo “sostenible” al desarrollo, sustituyendo la expresión “desarrollo humano”, que tanto ha costado aclarar, por “desarrollo sostenible”. Esto es, a mi juicio, un retroceso.
Después de la II Guerra Mundial el desarrollo de los pueblos se medía en términos de PIB, y fueron pioneros como Lebret, Goulet, ul Haq o Sen quienes recordaron que el auténtico desarrollo es desarrollo humano, que los pueblos están desarrollados cuando las personas cuentan con las capacidades suficientes para llevar adelante los planes de vida que elijan, no cuando les sobran mercancías. Que la pobreza es falta de libertad. Recurrir ahora al desarrollo sostenible introduce un margen de ambigüedad.
Cuando se quiere recortar gastos en una partida cabe siempre la coartada de decir que tal como está resulta insostenible y que es necesario introducir reformas para asegurar su sostenibilidad. Así ocurre con la sanidad, las pensiones, los salarios, la educación o la economía, con la dependencia o la ayuda a los vulnerables. Los recortes se hacen entonces en nombre de las generaciones futuras, cuando lo bien cierto es que es preciso atender a las generaciones presentes sin olvidar a las futuras. Lo que ocurre es que el término “sostenible” es muy opaco.
Nacido a comienzos del Siglo XVIII en el campo de la economía, recibió el espaldarazo social en las reflexiones sobre el expolio de la naturaleza. El Informe Brundtland gestó la idea de desarrollo sostenible y la Cumbre de Río de 1992 se ocupó del tema recordando que los recursos de la Tierra son escasos y es necesario usarlos racionalmente, manteniendo sus condiciones de reproducción y pensando en las generaciones futuras. Este uso de la palabra se introdujo en la Carta de la Tierra, asumida por la UNESCO en 2003.
Es verdad que, además de la naturaleza, ya se incluía en la expresión la protección de los derechos humanos, la paz, la diversidad cultural, la justicia social y el fortalecimiento de la democracia. Pero el hecho de que la expresión se origine en la economía ecológica introduce siempre confusiones, porque no es lo mismo intentar que el uso de la naturaleza sea sostenible que construir una sociedad sostenible. En ese juego de la ambigüedad quienes desean manipular tienen las manos más libres.
Para que los recursos naturales sean sostenibles deben ser usados por debajo del límite de su renovación. Si talamos un bosque, desaparece, pero si nos servimos de él por debajo de cierto límite, siempre hay madera disponible. Pero ¿qué sucede cuando se aplica esta medida a la protección de derechos humanos o a la democracia? ¿Cuál es el límite en la producción y distribución de recursos sanitarios, judiciales, educativos o de bienestar social, por debajo del cual es preciso situarse para hacer posible la renovación?
En los ochenta del siglo pasado se decía que el Estado debía propiciar a los ciudadanos un “mínimo razonable”, y que eso era lo justo. Pero la justicia parece estar perdiendo terreno frente a la sostenibilidad, que al parecer da más juego, pero es más confuso. Las personas no son bosques, no se puede hablar aquí de talar más o menos. Si se recorta tanto que se pone en peligro la vida digna de una parte de la generación presente, entramos en lo que se llamó en un tiempo “las elecciones crueles” entre las actuales generaciones y las por venir, que dejan las manos libres para actuar en la generación presente sin contar con criterios de justicia.
Una persona puede sacrificar algunas de sus aspiraciones para tener una vejez mejor, pero una sociedad no es una persona, sino un conjunto de personas, y son algunas de ellas las que deciden a quiénes se debe sacrificar. La elección es entonces cruel, pero no para quienes toman las decisiones, sino para los que sufren sus consecuencias.
Por eso en el caso de las sociedades es aconsejable sustituir el discurso de la sostenibilidad por el de la justicia, el del desarrollo sostenible por el del desarrollo humano y la sostenibilidad medioambiental. Y en vez de empeñarse en construir una economía o una sanidad sostenibles, en vez de hablar de pensiones o ayudas a la dependencia sostenibles, bregar para que sean justas.
La autora es Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.
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