La ciudadanía admite determinadas posiciones políticas inconvenientes en ausencia de alternativas opuestas o contestatarias, conduciéndola a una especie de comunión colectiva ciega y acrítica. En ese plano, destaca el afán nacionalizador, visto como panacea y recurso reivindicatorio normal y afirmativo de una soberanía supuestamente menoscabada por el “imperialismo”, fácil muletilla al alcance de la mano y de rápida deglución popular.
Las llamadas privatizaciones de los años 90, que todavía excitan el prurito del fundamentalismo descolonizador, motivan el olfato sabueso de postreros investigadores. A falta de un mediano esfuerzo de abstracción, el común de la gente se deja seducir tranquila por la propaganda pregonera de reconquistas del “patrimonio nacional”. La pereza mental impide ver que las políticas de privatización se encaminaban a poner fin a empresas estatales -de toda dimensión- crónicamente deficitarias, pesada carga para las finanzas públicas.
El estatismo desenfrenado que pobló décadas de la vida nacional, además fue culpable de enriquecimiento de los agentes administradores de las empresas públicas, de la burocracia y la corrupción oficial, vicios abismalmente alejados de esquemas de honestidad y de eficiencia, evidenciando el adagio de que “el Estado es un mal administrador”. La ola nacionalizadora actual apenas si disimula estos males congénitos y difíciles de atenuar mientras sigan siendo ensueño demagógico.
Este cuadro no excluye la corrupción que podía haber acompañado las privatizaciones o capitalizaciones en cuestión. Tampoco puede dejarse de ver la poca participación de concursantes en las licitaciones que, posiblemente, no dejaban mucho que elegir. Por otra parte, no se debe olvidar que los inversionistas no ignoran la volubilidad del país en materia económica y administrativa ni los antecedentes de descalabradas nacionalizaciones o estatizaciones. Frente a las bajas ofertas, el proceso privatizador debería haber previsto cláusulas de desistimiento, sin perder de vista que la presunta finalidad era detener las consecuencias de insostenibilidad de las empresas. Es también verdad que no correspondía la transferencia de los complejos industriales rentables -si los había- no obstante los riesgos señalados, pero se imponía tomar medidas de saneamiento material y ético sobre los mismos.
Se trata de una herencia tradicional incapaz de asimilar experimentalmente los fracasos recurrentes desde los gobiernos socializantes de Toro, Busch y Villarroel y con mayor razón del MNR, a lo que se sumó el periodo militar reproductor de idéntica tónica política, inclusive en su actitud discursiva bajo títulos de “nacionalismo”. El mismo déficit de abstracción velaba auscultar otros modelos de manejo de la cosa pública, de mejor servicio a los verdaderos intereses nacionales. Sin ir más allá, alarma que inclusive los intelectuales o los que se supone tales sean fervorosos partidarios de la rutina nacionalizadora.
En los actuales momentos, los grupos opositores al proceso de “cambio” carecen de personalidad propia o capacidad de innovar la murria del ambiente político actual abatido sobre el universo de la problemática económica, social y política del país. Su discurso es más bien evasivo y muestra un sometimiento ideológico pasmoso. La oposición está a gran distancia de plantear una posición binaria en relación con el oficialismo y por tanto no constituye un contrapoder balanceador. Como su oferta “es más de lo mismo”, la colectividad subyace desarmada a falta de alternativas a las que poder asirse.
El autor es abogado y escritor.
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