Gran Mariscal de Ayacucho
Alfonso Rumazo González
Cinco grandes hombres produjo Venezuela en la segunda mitad del siglo XVIII: Simón Bolívar, Francisco de Miranda, Andrés Bello, Antonio José de Sucre y Simón Rodríguez. Todos, de inmensa significación en la historia continental.
El más joven de ellos, Antonio José de Sucre, había nacido en Cumaná el 3 de febrero de 1795, y no vivió sino treinta y cinco años. Dentro de este lapso vital brevísimo, alcanzó las mayores culminaciones: el más alto grado en el Ejército Libertador –Gran Mariscal de Ayacucho–; la Presidencia de la República de Bolivia; la Presidencia del Congreso de Bogotá en 1830; la Plenipotencia, en funciones diplomáticas. Se le consideró el más afortunado de los Generales de la Independencia Americana; envidiábanle muchos, por lo mismo, sobre todo en el ejército, y acrecentaron su podio y renco-rosa saña hasta el punto de decidir su asesinato.
LA SILUETA. Era un hombre delgado, como las espadas, y sólo un poco más alto que Bolívar. Los ojos castaños, de poderoso vigor expresivo –de ordinario tristes–, sabían dominar y mandar, vol-viéndose fulgurantes al entrar en batalla.
Destacábase su nariz larga de caballete en alto y de punta muy aguda: características de la audacia y de la previsión. Tanto el porte distinguido como los modales cultos y el cuidado de su persona hacíanle distan y no cercano. Reía poco, con elegancia, sin caer nunca en la carcajada. Su lenguaje, sencillo siempre, jamás llegó a los términos vulgares. No era poeta; tampoco imaginativo, a no ser en la creación de recursos tácticos y es-tratégicos, ya en el milicia, ya en la diplo-macia.
“Usted no tiene ambición, decíales el Libertador en una carta; lo que usted tie-ne es la manía de la delicadeza, que tanto le perjudica”. Varón armonioso, fino, superestina el honor y la dignidad; quiere el orden en todo, disciplina y orga-nización. Exige mucho porque también se exige mucho a sí mismo. Su don ca-racterístico es el de los poderosos jefes natos: imponer respeto, así no se genere por ello simpatía. Muy observador, altivo, refinado, descubre en la persistencia de su introversión que carece de felicidad.
Su rectitud se atempera a veces en las sinuosidades de la bondad y de la gene-rosidad, que se mostrarán durante la guerra en los textos por él redactados para los armisticios y en el perdón que otorga a quienes, en dos ocasiones, atentaron contra su vida. Mueve la astucia, en el comando del ejército, con exac-ta precisión que sólo muy relativamente le preocupará, por ejemplo, que su tropa sea menor numéricamente, ya ene Aya-cucho, ya en Tarqui; sabe envolverle al enemigo con la pericia de una mar en acto de vorágines. Muy sagaz, no deja de ser franco: dice su verdad aun a ries-go de posibles resistencias perjudiciales para él, como cuando cuestionó la Cons-titución de Bolivia escrita por Bolívar. Su valentía significóle el destrozo de su brazo derecho, en el atentado de Chu-quisaca. Y por valeroso partió de Bogotá hacia Quito, en 1830, a pesar de que sa-bía que sus enemigos habíanle condena-do a muerte.
El Libertador Simón Bolívar dejó trazo perfecto de Antonio José de Sucre pe-renne: “La posteridad representará a Sucre con un pie en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco-Cápac”.
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