Menudencias
Las demostraciones de violencia inusitada, de crueldad e irrespeto total a la vida que hace de manera casi habitual el grupo yihadista Estado Islámico trascienden normas mínimas de convivencia civilizada, en todo el mundo. Y por lejos que geográficamente se ubique el escenario de sus operaciones y por ajenas que nos parezcan sus motivaciones ideológicas, económicas o políticas, sus repercusiones generarán, sin duda, cambios a nivel internacional que terminarán incidiendo también en nuestra realidad, hasta ahora aparentemente libres de esos vientos de tormenta.
La crueldad cada vez más perversa que aplican los yihadistas para imponer condiciones o enviar mensajes políticos colman ya límites tolerables para el común de la gente, por encima de sus diferencias ideológicas. Su consecuencia posible es que generen reacciones capaces de desatar niveles inconcebibles de violencia, difíciles de contener. Con riesgo cierto de que superen los más elementales márgenes de ética y moral de toda guerra convencional.
Veamos un poco. En los últimos seis meses, los extremistas del Estado Islámico han ejecutado de manera cruel a once rehenes de distintas nacionalidades y con distintas demandas y pretextos. La escalada comenzó con la decapitación pública de varios rehenes. Eran gente totalmente ajena a la guerra en que están empeñados el Estado Islámico y la alianza internacional que los combate: cinco periodistas, un guía de alta montaña y tres trabajadores humanitarios.
Hasta que le tocó el turno al piloto jordano Maaz Al Kassasbeh, que había sido capturado en Siria el 24 de diciembre, cuando se estrelló el avión en el que estaba, él sí, en misión de guerra. Maaz Al Kassasbeh fue quemado vivo dentro de una jaula, después de ser obligado a relatar detalles de la misión en que se encontraba. Según sus verdugos, la inmolación fue en repudio a la participación de Jordania en la alianza que encabeza Estados Unidos contra el Estado Islámico.
La reacción de Jordania fue inmediata. Este miércoles ahorcaron a Sayida al Rishawi, una militante de Al Qaeda apresada en Jordania bajo cargos de terrorismo. Los yihadistas habían pedido la excarcelación de Sayida a cambio de la liberación del periodista japonés Kenji Goto, capturado también en Siria, y de perdonarle la vida al piloto jordano. Pero el sábado decapitaron al japonés Kenji y después quemaron vivo a Maaz. Tras la muerte de Sayida, las autoridades jordanas anunciaron la ejecución inminente de otros presos yihadistas sindicados también de terrorismo.
La escalada de violencia es pues realidad y trasciende los márgenes de guerra convencional. De persistir dentro de esos parámetros, es difícil predecir a qué punto llegará esa violencia antes de llegar a su fin. Y sobre todo, cuál podrá ser el costo en vidas humanas, que son al final de cuentas lo único que importa. Pocas veces en la historia se escucharon voces de venganza como las que surgieron tras la inmolación de Al Kassasbeh. El padre del piloto jordano, al enterarse de la cruel muerte de su hijo, demandó “tomar venganza. No debe quedar nadie vivo, en el Estado Islámico”.
De momento, la crueldad del asesinato del piloto jordano reforzó ya los argumentos de la alianza que enfrenta al Estado Islámico. El propio Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, declaró que el Estado Islámico es “una organización terrorista sin ninguna consideración por la vida humana”, por lo que demandó “redoblar esfuerzos para combatir el azote del terrorismo y el extremismo”. En ese afán están ya los aliados del mundo occidental, incluidos Japón y varios países árabes.
Así las cosas, y aunque no existe declaratoria formal, es posible considerar que estamos en camino a una tercera guerra mundial. Si es que no estamos ya inmersos en ella, sin tomar conciencia de esa realidad. Es que en virtud del creciente desarrollo tecnológico que ha reducido a nuestro mundo a la dimensión de pañuelo, por acción u omisión, las consecuencias de ese enfrentamiento remecerán también, tarde o temprano, nuestra aparente inocencia.
Si eso es ciertamente así, vale la pena preguntarnos en qué medida Bolivia está, como país y como sociedad, preparada para desarrollarse en un escenario internacional tan complicado y en tan rápida evolución y en el que los cambios, bueno es recordarlo, afectan a múltiples y poderosos intereses políticos, económicos y sociales.
Por angas o mangas, esos intereses tienen seguramente correlato en la realidad que se refleja ya en la situación de nuestros vecinos inmediatos. La Venezuela de Maduro no es ya la de Chávez y se desmorona lentamente. Cuba gira hacia Estados Unidos, pese a la desconfianza que declara Fidel. Argentina está en un atolladero político por las afinidades de su gobierno con su par de Irán. Brasil tiene su propio lío con las denuncias de corrupción en Petrobras, Chile está lejos de nosotros por el diferendo marítimo y Perú defiende sus propios intereses económicos con la Alianza para el Pacífico, como es natural.
Es en ese tablero en el que deberá apostar Bolivia para preservar sus intereses específicos como país, que son perennes, por encima de eventuales afinidades ideológicas o políticas, que son siempre coyunturales. Sólo eso.
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