Alberto López Herrero
Vivimos en un mundo globalizado donde el ser equivale al tener y en el que, por ese motivo, no siempre adquirimos los productos por verdadera necesidad. Si conociésemos el proceso de elaboración de lo que consumimos, comprobaríamos que la mayoría de los productos tiene materias primas extraídas en África o en Hispanoamérica. Que en muchos casos, aparte del impacto ambiental de estas cadenas de producción, las materias primas viajan después a un país del sudeste asiático para ser procesadas por una mano de obra tan barata que se puede definir como esclavitud. Y que, por último, el producto, bien embalado y con un gasto de combustible desorbitado, llega al país de consumo final.
Éste es el esquema que hay detrás de nuestros hábitos de sobreconsumo y que implican una deslocalización de la producción y unos peajes impagables en explotación laboral y en contaminación. Preguntarnos quién y cómo se hizo lo que compramos y de qué manera llegó a nuestras manos es el primer paso para luchar contra lo que Carl Marx definió como fetichización de la mercancía, que significa comportarnos con responsabilidad ante el impulso consumista de preferencias y marcas que nos rodea.
Vivimos en la continua contradicción de tener unos recursos naturales finitos dentro un sistema despilfarrador que necesita un crecimiento económico infinito para sobrevivir, y eso es insostenible por mucho que la naturaleza tenga una gran capacidad de recuperación.
Los ecologistas han resumido el proceso de reducir el consumo y cuidar el medio ambiente en las tres erres: reducir, reutilizar y reciclar, en ese orden, porque de nada sirve reciclar envases si seguimos consumiendo de forma compulsiva. Hay quienes, además, añaden otras dos erres: recuperar, que implica que muchos productos se pueden arreglar cuando se estropean, y rechazar, tanto lo que no necesitamos comprar como lo que nos ofrecen sabiendo que durará pocos segundos en el producto pero será dañino para el medio ambiente durante años, como los embalajes.
Y es que, en cuestiones de consumo, todo responde a un plan estratégico que se cumple al milímetro y cuya única finalidad es el dinero. Cualquier situación tiene su definición. Por ejemplo, el reemplazo de un producto al que nos vemos obligados, bien porque cuesta lo mismo arreglarlo que adquirir uno nuevo, bien porque dura menos de lo que debería y queda inutilizado, responde a los términos de obsolescencia programada. ¿Por qué un electrodoméstico antes duraba 20 años, o más…? Pues muy sencillo, los productos se fabrican, de manera intencionada, para de duren menos de lo que podrían y deberían con la finalidad de consumir más.
Es entonces cuando se vuelve al principio: mayor gasto de recursos naturales, de combustible, de transporte, de mano de obra sobreexplotada y, en definitiva, un despilfarro absoluto si añadimos la ropa que no dura más que una temporada -y la que compramos en rebajas sin necesitarla-, aparatos electrónicos que se estropean cuando vence la garantía, averías mecánicas a partir de los ocho años de tener un vehículo que hacen plantearse de forma seria su sustitución por otro nuevo, productos alimenticios que dejamos caducar o que tiramos por su mala apariencia…
Un círculo vicioso que podemos aplicar también a la comida y preguntarnos cómo es posible que con más de 900 millones de personas que pasan hambre en el mundo, según la FAO, puedan desperdiciarse 1.300 millones de toneladas de alimentos al año, lo que supone alrededor de 135 kilos por persona; o cómo es posible que los océanos se hayan convertido en los mayores vertederos de basura… Son cuestiones sin una respuesta clara y que no sólo ahogan los mares, sino que asfixian a los países y, sobre todo, condenan a sus poblaciones al no poder hacer frente al consumismo.
El límite para humanizar nuestro consumo estará donde nos lo pongamos cada uno, pero un primer paso para poder cambiar actitudes y pensar más en los demás y menos en lo que nos gustaría tener pasa por la información, ese bien tan preciado por el poder como manipulable, y que aclararía muchos aspectos de la producción más allá del etiquetado y de las características del producto. En nuestras manos, por tanto, está el consumo responsable y el futuro los recursos naturales.
El autor es periodista.
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