[Manfredo Kempff]

La Haya y el mar


Chile, por algo insignificante que se le pide, por una reparación minúscula, tiene a una nación resentida que no dejará de reclamar por un terrible daño, más que a su soberanía a su futuro. Discutir sobre las eficaces acciones de las bien pertrechadas tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico o sobre la escasa respuesta que Bolivia pudo darle junto a su heroico aliado, el Perú, ya no tiene sentido a estas alturas del Siglo XXI. Insistir en que Chile perdió sangre en la guerra y que, por lo tanto, al vencido lo encerrará para siempre como un castigo bíblico, cobrándole del pasado, es algo que no va a convencer a la comunidad internacional. Menos hoy cuando la conquista de territorios por la fuerza de las armas es algo censurable, porque no cabe duda de que existe una nueva visión sobre esta materia en el mundo.

Bolivia no pide que Chile le devuelva lo que le arrebató. Bolivia se conformó siempre con una mínima satisfacción que le permitiera asomarse al mar. Su anhelo ha sido tener la posibilidad de construir un puerto propio algún día. Se conforma con muy poco luego de haber perdido 400 kilómetros de costa. Pero Chile tiene un vecino débil, mucho más débil que Argentina o Perú, y por eso le ha dado largas a la solución de un problema que recién hoy le molesta demasiado y que lo perturbará durante los próximos años y décadas. Eso demuestra que Chile ha respetado a sus vecinos fuertes, a los que podían significarle algún peligro bélico, pero no a quien se lo puede acallar con sólo ignorarlo o amenazarlo. Sin embargo, los bolivianos podremos pasar las peores circunstancias, las penurias más duras, pero siempre le exigiremos a Chile un arreglo que haga algo de justicia y que concuerde con un sentimiento de armonía alejado de los terribles odios que por causas religiosas o territoriales se ven en otras latitudes.

No hemos pensado denunciar el Tratado de Paz y Amistad de 1904 porque cuando lo hicimos en la segunda década del siglo pasado, fracasamos. Los tratados se han hecho para cumplirlos, por aborrecibles que sean, y así hayan sido impuestos por la fuerza. Chile tiene en sus manos la letra de un tratado que le vale para exhibirlo en todos los foros internacionales. Eso es incuestionable, pese a que Bolivia tuvo que firmarlo en circunstancias apremiantes. Voces que llegan desde Chile dicen que, además de sangre, la conquista del litoral boliviano le ha costado de su peculio la construcción de un ferrocarril desde la costa hasta La Paz, el pago de 300 mil libras esterlinas y gastos en movimiento e infraestructura portuarios. Ínfimo desembolso que resulta hasta bochornoso mencionar ante todos los fantásticos beneficios que recibió de nuestras tierras pródigas en riquezas que guardó para sí.

Pese a lo que digan los moradores de La Moneda en el último tiempo, muchos de los chilenos coincidieron, poco después de concluida la guerra y durante toda la segunda mitad del siglo pasado, en que a Bolivia no se la podía dejar encerrada indefinidamente; que sería un eterno problema. Preclaras mentes advirtieron que no se debía tener a un vecino resentido porque necesariamente se perdería su amistad. Dignatarios civiles y militares chilenos entendieron que era necesario solucionar ese problema. Por eso mismo es que Chile se comprometió con Bolivia para abordar positivamente el tema marítimo en varias oportunidades. Una tras otra se sucedieron las gestiones, a veces de manera informal pero también mediante acuerdos diplomáticos. Ambos países llegaron hasta la etapa negociadora más avanzada para que Bolivia accediera al mar de manera soberana.

Por motivos imputables a un destino inexplicable todos los empeños quedaron sin concluir. Al fracasar esos intentos los bolivianos acudimos en busca de apoyo en la comunidad internacional. Eso provocó siempre el encono de Chile porque La Moneda tiene como dogma diplomático el entendimiento directo, pero un entendimiento que no ha dado resultados hasta hoy porque Chile le da largas al reclamo nacional o lo echa al olvido. Si a Chile no se lo presiona, si no se recurre a la demanda pública, se cruza de brazos.

Veremos, entonces, qué dictamina la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Ha sido el último recurso luego de la frustración con la “Agenda sin exclusiones”, que acabó por relegar el tema marítimo. Fracasado el optimista e ingenuo plan de “conocimiento recíproco” a que los llevó la Agenda -fuente final de agravios y alejamiento- a Bolivia no le quedó otra alternativa que su demanda ante el máximo tribunal internacional de justicia.

Quienes consideramos que el recurso de acudir a La Haya era inconducente y vano nos equivocamos. En verdad, a Bolivia no le quedaba otro recurso que buscar respuesta en un nuevo escenario esta vez de carácter mundial. Sin posibilidades de un arreglo bilateral, sin que Chile hiciera caso a resoluciones de la OEA y reflexiones de países amigos, no quedó más que jugárselas en La Haya. Allí parece que Chile deberá sentarse a escuchar un dictamen que, esperemos, le haga entrar en razón.

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