Alberto López Herrero
Tenemos demasiados ejemplos a nuestro alrededor que demuestran que la indiferencia y el egoísmo humanos están convirtiendo el planeta en una cloaca sin fondo. Compramos sin criterio, consumimos por impulsos y también desechamos lo que nos rodea de manera irracional.
Las bolsas de plástico son una necesidad que nos hemos creado, ya que el coste de su fabricación, la contaminación que producen y su utilidad no están en consonancia con la economía justa y sostenible con la que tratamos de preservar el planeta.
Su uso masivo se generalizó a finales de los años setenta. Para su elaboración se utiliza derivados del petróleo, por lo que dejan elementos contaminantes si no se las recicla. En confeccionar una bolsa se emplea sólo unos segundos, pero por cada una de ellas se emite a la atmósfera cuatro gramos de CO2 que contribuyen de manera decisiva al efecto invernadero.
Conllevan, asimismo, otro problema añadido, y es que la mayoría de las tiendas y grandes superficies que las siguen repartiendo descubrieron en ellas un escaparate barato para su publicidad, pero altamente contaminante, al estampar esa propaganda con un material sintético tóxico a base de plomo, cadmio o incluso hierro.
Su uso, entre 200 y 300 bolsas de plástico por persona al año, se limita a una o dos veces en un corto espacio de tiempo y luego se las tira, así que en el mundo circulan cada año entre 500.000 millones y un billón de bolsas. Si tenemos en cuenta que el 5% del petróleo que se extrae se destina a la industria del plástico, nos daremos cuenta del desastre medioambiental del que hablamos.
Y aquí es donde comienza la catástrofe a la que nos vemos abocados, porque su desintegración puede tardar casi 500 años y es más costoso reciclar una bolsa de plástico que producir una nueva. El cálculo más benévolo sitúa en 8.000 millones las toneladas de plástico que anualmente van hacia los ríos, lagos y mares, y que en su recorrido taponan cañerías y colapsan alcantarillas. Es más, se ha encontrado bolsas de plástico hasta en el Círculo Polar Ártico y en la actualidad estos desechos representan un 10% del total de los residuos que hay en las costas.
En su proceso de degradación, las bolsas de plástico matan a los animales marinos al confundirlas, por ejemplo, con medusas, y debido a la acción de las corrientes, del oleaje y del sol, se fragmentan en minúsculos trozos denominados microplásticos que, además de liberar sustancias tóxicas, se mezclan con el plancton y entran a formar parte de la cadena alimenticia de los animales, pudiendo llegar también a nuestra mesa.
Los científicos estiman que cada año cerca de un millón de aves y 100.000 mamíferos marinos mueren por culpa de los desechos plásticos. Pero el peor descubrimiento ha sido el llamado séptimo continente, un basurero flotante en el Pacífico, una gran isla a mil kilómetros de Hawai, que ocupa el equivalente a entre 3 y 7 veces la extensión de España. Es una gran plataforma de plástico, originada por la fuerza de la corriente del Pacífico Norte, que gira en sentido de las agujas del reloj y que impide a los desechos plásticos dispersarse hacia las costas, llevando hacia el centro de la espiral los residuos por la fuerza centrípeta.
Sin embargo, los investigadores están convencidos de que no es la única isla flotante de basura plástica y que habría al menos cuatro más en el mundo, lo que confirmaría la teoría de que este tipo de contaminación es de ida y vuelta: lo que tú tiras le llega a otros y lo que te llega a ti lo han tirado en otro lugar.
Si, como se ha demostrado, ni las playas denominadas vírgenes están libres de estas partículas contaminantes de plástico en el agua y en la arena, las soluciones no pasan por la sustitución de las bolsas por otras más ecológicas, sino por su eliminación y sustitución por las de toda la vida: de tela o de mimbre, ya que esa medida también conllevaría un menor uso del petróleo. Pero sobre todo, hay que mejorar la gestión del reciclaje, tanto industrial e individual, porque el mar no puede ser un cementerio de plástico.
El autor es periodista.
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