La grave crisis que padecen los pequeños agricultores del altiplano, valles y yungas del país se ha reflejado en tiempos recientes en un caso dramático y hasta trágico que le ocurrió a un progresista joven ciudadano boliviano, hecho que no debe dejar de ser de conocimiento público y en especial de instituciones del Gobierno como el INRA, Ministerio de Desarrollo Rural y otros para que sobre esa base mediten y hallen las soluciones correspondientes.
Se trata de lo siguiente: hace unos diez años, un joven boliviano deseoso de contribuir al desarrollo nacional, que estudió en Estados Unidos y Europa, retornó a Bolivia para dedicarse a la agricultura. Haciendo importantes inversiones, originadas en sus ahorros, obtuvo un terreno en los Yungas, habilitó unas ocho hectáreas abandonadas durante cien años, construyó una casa, hizo una instalación de agua, procedió a hacer plantaciones de frutales, café, verduras, compró herramientas y otros. Sus inversiones pasaron de los cien mil dólares. No quiso cultivar coca debido a razones éticas y confiaba en que la tierra le daría rentas para sobrevivir, recuperar sus inversiones y abastecer los mercados urbanos.
Empero, tan pronto habilitó el terreno y empezó a trabajar, algunos vecinos empezaron a quitarle terrenos para cultivar coca. Así mismo, le creaban dificultades impidiéndole mejorar sus cultivos, ya que querían ocupar sus terrenos para nuevos cultivos de coca, erradicando previamente los frutales y otros. Agregándose a esos factores adversos, que los cultivos que realizaba no le daban renta alguna. En esa forma, se agotó su capital y decidió retornar a Estados Unidos para retornar a una vida normal y recuperar el tiempo y el capital perdidos.
Sin embargo, agotada su paciencia, para entonces, ya se vio afectado por las dificultades y se hallaba en delicado estado de salud por lo que decidió abandonar su proyecto para retornar a él cuando encontrase garantías para su propiedad y que la tierra le dé renta para recuperar sus inversiones y sacrificios. Decidió, entonces, vender sus terrenos y mejoras, pero no pudo hacerlo por oposición del “sindicato” y prohibiciones legales. Finalmente, las ofertas para alguna transacción no pasaron de tres mil dólares y fue amenazado con que se le quitaría toda la tierra, la casa, instalación de agua, etc. Inclusive fue amenazado de muerte.
Arrinconado por esas circunstancias, el pequeño agricultor, desesperado, empobrecido y desilusionado abandonó su proyecto y quiso recuperar su casa, recuperar su terreno y otros bienes que había trabajado durante la década más importante de su vida. Insistió en vender su pequeña hacienda y llegar a algún acuerdo con los vecinos, pero todo fue inútil, lo cual agravó su salud y sin ninguna garantía jurídica ni apoyo oficial, sin esperanzas de rehacer su vida y la cada vez más remota posibilidad de que el Estado resuelva el problema agrario, el joven inversionista falleció poco menos que en la pobreza, dejando en absoluto abandono su proyecto agropecuario.
Es más, la propiedad es ahora invadida por loteadores vecinos que se dedican a cultivar la planta de coca, tal vez la única actividad agrícola que da renta, apreciable, aunque ello sirva para la extracción del alcaloide que envenena a las juventudes a nivel planetario.
La tragedia referida no es, empero, el único caso que se registra en el país a vista y paciencia de las autoridades del Estado y locales, sino un simple ejemplo de lo que les ocurre a cientos de agricultores (por no decir a todos), tanto en las zonas andinas como en los llanos, todo ello debido a la obsoleta legislación agraria, la falta de garantías para dedicarse a la tierra y el hecho de que la agricultura no produce renta y es la peor actividad para quien quiera iniciar algún emprendimiento económico.
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