En México, el miércoles, a las cuatro de la madrugada, una era llegó a su fin. La caída de Omar Treviño Morales, alias Z-42, líder desde 2013 del cartel de Los Zetas, marca el ocaso de un tiempo dominado por los grandes nombres del narcotráfico. Con la captura de Treviño, hermano del legendario Z-40, y el viernes pasado de Servando Gómez Martínez, La Tuta, cabecilla de Los Caballeros Templarios, la lista de criminales que un día hicieron temblar las estructuras del Estado queda prácticamente vacía. Pero el terror, ese espectro que nadie consigue enterrar, aún domina amplias zonas del país. Con las grandes organizaciones criminales en declive, la violencia, como se demuestra a diario en Michoacán, Guerrero o Tamaulipas, ha pasado a manos de grupúsculos cada vez más atomizados y de casi imposible control. Es el amanecer, según los expertos, de una nueva época del narco, en la que leyendas como Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, o Nazario Moreno, El Chayo, han pasado a ser historia.
Este cambio de signo hunde sus raíces en la feroz batalla contra el crimen emprendida por el presidente Felipe Calderón (2006-2012). Un ataque frontal a las estructuras del narco en el que se llegó a emplear a más de 50.000 soldados. La espiral de violencia dejó un reguero de 70.000 muertos y 23.000 desaparecidos, una sociedad extenuada y unos carteles en pie de guerra, armados hasta los dientes e inmersos en continuas matanzas, publicó EL PAÍS.
La llegada de Enrique Peña Nieto a la presidencia a finales de 2012 supuso un giro en la conducción del frente. Sin renunciar al empleo de la fuerza militar, los nuevos dirigentes dieron un uso mayor a los servicios de inteligencia. También abandonaron la altisonancia verbal empleada por Calderón. El resultado pronto se hizo sentir. A siete meses del inicio de su mandato, cayó Miguel Ángel Treviño, el Z-40, el capo más sanguinario, el hombre que pobló México de decapitaciones y que en sus orgías de sangre llegaba a comerse los corazones de sus víctimas. En febrero de 2014 esta ofensiva policial logró su gran trofeo. En un hotel barato del Pacífico, fue sorprendido, junto a su esposa e hijas, el líder del cartel de Sinaloa, El Chapo, el criminal más buscado del planeta. Poco después le llegó el turno a Nazario Moreno, El Chayo, cabecilla de la narcosecta de Los Caballeros Templarios, cuya implacable maquinaria de extorsión en Michoacán desató la revuelta de las autodefensas. Esta tanda se ha completado ahora con La Tuta y desde el miércoles con el Z-42, capturado sin un tiro en una casa de San Pedro Garza (Nuevo León), el municipio más rico del país. El impacto político de estos arrestos, en un momento en que el Gobierno atraviesa una profunda crisis de confianza, es evidente. Pero el respiro difícilmente durará.
Aún quedan importantes narcos libres como Ismael El Mayo Zambada, quien se supone que controla los remanentes del imperio dejado por El Chapo. Pero ni su peso ni su impacto son los mismos. Ahora, según los expertos, México asiste a la emergencia de los pequeños grupos zonales, de estructura ligera y con gran capacidad para eludir el hostigamiento policial. Forman un universo fragmentado, de jefes sicarios, que sin prestar tanta atención al negocio internacional de la droga, buscan el beneficio rápido del secuestro, el robo y la extorsión. También se ofrecen como asesinos a sueldo de los grandes cárteles. Su empleo es constante en las guerras que las organizaciones mantienen entre sí, como lo atestiguan los propios zetas, enzarzados desde hace años en un cruento pulso con el cártel del Golfo por el control de Tamaulipas.
En este contexto, la detención del Z-42 cobra importancia, más que por el personaje, que siempre vivió a la sombra de su hermano y heredó el trono ya en plena decadencia, por la terrible hilera de cadáveres que arrastra la organización. Formados por desertores de las fuerzas especiales del ejército mexicano, Los Zetas nacieron como un brazo armado del cártel del Golfo para hacer frente a sus rivales. De un sadismo extremo, sometían a torturas bestiales a sus enemigos, los mutilaban y decapitaban. Muchas veces grababan sus aberraciones en video y las colgaban en YouTube.
Cuando querían hacer desaparecer cuerpos, eliminaban el rastro en diésel o ácido, o los quemaban en barriles de aceite. Hacia 2010, cada vez más fuertes y enloquecidos, rompieron con el cártel de Golfo. Fue entonces cuando iniciaron una terrible expansión que sembró durante años el territorio mexicano de cadáveres desmembrados. A sus huestes se atribuye la matanza y tortura de 72 inmigrantes centroamericanos en San Fernando (Tamaulipas) o la desaparición de 300 personas a plena luz del día en Allende y Piedras Negras (Coahuila), para hacer pagar una traición. En su época de esplendor llegaron a tener presencia en 14 estados. Su terrible fortaleza les hizo blanco preferente de las fuerzas de seguridad. La constante intervención del Ejército, la sucesiva caída de sus líderes y también su propia incapacidad para asentarse pacíficamente en un territorio, propiciaron su declive. Pero no su desaparición. Los Zetas siguen siendo sinónimo de muerte.
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