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Una alta autoridad del Banco Mundial puso esta semana el dedo en una llaga extendida en Bolivia al cabo de más de 20 años de vigencia inalterada: la subvención a los carburantes. Si las cifras manejadas públicamente son correctas, este año las arcas del tesoro deberán cubrir 658 millones de dólares en subsidiar el combustible consumido en el país. Cuánto de esa suma no retorna al estado y se pierde irremediablemente no está claro, pues no existe un detalle oficial de lo que se gasta en importaciones ni de cuánto se recupera cuando el combustible es vendido al consumidor.
El alerta fue expresado por Jorge Familiar, vicepresidente de ese organismo para América Latina, cuando acababa de firmar un acuerdo por un préstamo de 200 millones de dólares a Bolivia. La caída de los precios del petróleo, subrayó el funcionario, es “una oportunidad para revisar subsidios relacionados con hidrocarburos” en todos los países donde se los aplica. En el contexto de muchas falencias que afectan al país, la declaración de Familiar tiene sentido.
Supongamos que de aquella suma se recuperase la mitad. Quedarían aún 329 millones de dólares gastados en un subsidio que exhibe derroche de los recursos públicos. La suma es holgadamente mayor a la prestada por el Banco Mundial.
Por definición, los subsidios deben ser temporales. En nuestro caso, que hace que llenar de diésel o de gasolina el tanque de los vehículos cueste la mitad o un tercio de lo que se pagaría en países vecinos, parece permanente pues se ha vuelto un fenómeno que las autoridades han tenido temor de alterar. No hay datos confiables sobre el daño que causa el contrabando, pero una mirada a las calles atiborradas de automóviles y camiones en cualquier ciudad del país, muestra la magnitud del derroche y, de paso, los daños al ambiente. La última vez que se intentó, a fines de 2010, el gobierno rápidamente retrocedió y canceló el decreto que equilibraba los precios con los vigentes entre nuestros vecinos.
Sólo con fines de comparación y para mostrar la magnitud del dinero que se va en subsidios, lo gastado en sostener los precios de los carburantes en cualquiera de los últimos cinco años habría sido suficiente para formar miles de profesionales de primer nivel. Si asignamos un costo arbitrario de 100.000 dólares por profesional en cinco años, lo que habrá de gastarse este año daría para costear la carrera de más de 3.000 jóvenes. Lo mismo puede decirse de lo que cientos de millones de dólares pueden representar para el país si se los invirtiese en salud, en carreteras (todas las regiones alejadas del eje central La Paz-Cochabamba-Santa Cruz quedarían conectadas) y en su buen mantenimiento, o en redes eléctricas y agua potable. Responsable y honestamente administrados, esos recursos ayudarían a mudar la faz del país.
No es fácil eliminar subsidios. Que lo diga Venezuela, que la última vez que un gobierno quiso hacerlo estuvo muy cerca de morir en el intento, hace 26 años. Con la desvalorización precipitada del bolívar, el valor de un dólar en el mercado negro en estos días (casi 40 veces el del mercado oficial para algunas importaciones) daría para comprar tanta gasolina como la que emplearía un Hummer en un viaje La Paz-Santa Cruz y quizá con alguna extensión. Cambiar los precios, sin embargo, sería lo último que el gobierno de Nicolás Maduro haría o, según sus opositores, lo último que podría hacer.
El presidente Morales ha insinuado que le agradaría suprimir el subsidio. No ha tenido mayor eco. Pero la declaración del funcionario internacional puede traer el tema nuevamente al debate, especialmente cuando se diluye a ritmo acelerado la holgura financiera de los últimos años.
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