No sabía por qué, desde hace mucho, me sueño casi todas las noches con amigos muertos. La presencia de mis jefes en el trabajo y en la política, de mis colegas en la Cancillería, de mis amigos de copas y parranda, aparecen permanentemente en mis sueños. Y está, por supuesto, la presencia de mis padres y mis suegros; de mis tíos y mis primos. Los veo a veces difusos y silenciosos y otras clarísimos y animados con la sonrisa esplendorosa y el entusiasmo de los triunfadores. Pero, ¿por qué aparecen tanto los amigos que se marcharon? ¿Nos sucederá lo mismo a todos los que ya transitamos por la edad provecta? Seguramente que sí.
La conclusión a la que he llegado es simple y dramática: mis amigos muertos son más que los vivos. Yo diría que muchos más. Hoy tengo amigos muy queridos, claro que sí, pero también hay que reconocer que existen más personas conocidas que amigas. Es que la mayoría de quienes pasaron la juventud y la madurez conmigo ya fallecieron o se retiraron al fondo de sus hogares. Un día cae uno en La Paz y en la siguiente semana otro en Santa Cruz. Y no acabas de sufrir una pérdida irreparable, que te acongoja, cuando ya te anuncian que otro de ellos murió o que está sentenciado.
¿Pero cuál es el lugar de los amigos muertos? Nadie duda que está en el corazón de quien se queda en este mundo. Se sabe desde siempre que la pena, la tristeza, anuda en el corazón. La sensación de una noticia fatal golpea en el corazón. Es ahí donde se siente. Sin embargo, cuando ha pasado el golpe, cuando ha llegado la resignación, el lugar de la gente querida se queda en la memoria de uno, en su cerebro. Y como el cerebro no descansa, como recuerda permanentemente el pasado, en el sueño nos encontramos con los amigos idos.
Hoy asisto a los funerales de un queridísimo y noble amigo en La Paz, como hace una semana concurrí a otro entierro en Santa Cruz, y hace dos semanas a otro, y hace un mes también y en un año o dos es casi imposible recordar a todos los que se fueron. Todos tan entrañables. No obstante a muchos de ellos los veo en el sueño. Los veo tanto que me preocupa. Porque de ver a tanto amigo fallecido me doy cuenta de que ese mi mundo, en el que me crie, se está acabando. Y se acaba irremediablemente aunque uno no deje de pensar que todavía le queda algo más por hacer. Pero todos sabemos aquello de que el tiempo no guarda consideraciones con nadie.
Curiosamente, estos mis sueños no son de dolor, ni de angustia, ni guardan ningún misterio o mensaje, como se podría suponer, o como algunos piensan. Mucho antes, hace siglos, los sueños eran la advertencia de pesares terribles, castigos bíblicos, o la luz que señalaba triunfos en el amor o en la guerra. En mi caso, soñar con los amigos que murieron, no. Son instantes fugaces, visiones rápidas de alegría y solaz. Charlas que no se recuerda al despertar, pero que aparentemente fueron gratificantes. Rostros que al día siguiente se van perdiendo en la memoria. O mejor dicho, que retornan para guardarse para siempre en la cabeza, en el cerebro.
El hecho es que los amigos se están marchando con inusitada frecuencia, que nos quedamos cada vez más solos, y que para revivir los años pasados son los recuerdos los que nos alivian y nos ayudan. El corazón siente los golpes en el momento funesto de la muerte, se estruja como lo tengo estrujado hoy. Sin embargo, es en la cabeza donde se almacenan las vivencias de los años que transitaron de trabajo, aprendizaje, picardía, complicidad, juerga, traducidos en compañerismo, comprensión y cariño. Eso permanece imborrable para siempre.
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