[Armando Mariaca]

Sin valores y principios no hay respeto al país


En la existencia de los pueblos, la norma primigenia de vida que han tenido los próceres de la independencia y de la libertad, ha tenido sólidos fundamentos en que sólo los valores hechos principios tienen raíces firmes que permiten agrandar las virtudes de los pueblos y, además, resultaba ser fortaleza de quienes tienen a su cargo la administración de los intereses generales de la nación. Esta es realidad aplicable a todos los tiempos y, en casos, se ha hecho norma y principio de muchos textos constitucionales y leyes sustantivas que han regido la vida de los países.

La virtud es el don primero que practica el ser humano desde su niñez, tiene raíces profundas en sus progenitores y, con el tiempo, se hacen valores y principios de vida que cada hombre se encarga de enriquecer en base a sus propias experiencias y, sobre todo, a la práctica de esos bienes morales que son básicos para la convivencia humana.

Son los valores y principios que rigen la vida de las naciones los que determinan el nacimiento de partidos políticos y organizaciones que tienen que ver con la vida constructiva de los hombres y por ello, cada grupo político que constituye un partido, lo hace -por lo menos en principio- basado en virtudes y valores que poseen sus fundadores que actúan bajo la égida de servicio al pueblo por el que lucharán y buscarán mejores condiciones de vida para sus componentes. En otros términos, un partido político debe ser institución fundamental de la democracia, base primigenia de la vida política de los pueblos y sustento y fuerza de los principios basados en la libertad y la justicia que deben primar en toda organización en que el bienestar humano es misión fundamental de vida y accionar de la política partidista.

Estas realidades hacen sentir la necesidad de los partidos políticos para la sana conservación de la democracia; pero, esa necesidad de ellos no implica que estén poseídos siempre de virtudes y valores, condiciones que, a veces, las presentan sólo cuando requieren mostrarse al pueblo como modelos de virtud y poseedores de sanos principios. Esa necesidad de los políticos no deja paso a que se crea permanentemente en ellos porque, muchas veces, con una conducta tergiversada por el uso del poder, actúan no con vocación y sentido de país sino teniéndolo a éste como medio para satisfacción de intereses subalternos que han abandonado totalmente la razón de su existencia que, como al inicio, debería ser de servicio, amor y respeto por el pueblo que es el país mismo.

El poder, bien de servicio y amor, también se convierte muchas veces en instrumento de dominación, sojuzgamiento del ser humano, sistema para consolidar todo lo que atenta contra los derechos humanos. El poder, cuando es mal usado, es contrario a lo que el pueblo había esperado de quienes ha elegido con su voto; resulta medio para servir “al partido” o a intereses personales y de grupo haciendo abstracción de los intereses del bien común.

La mala práctica del poder político o económico hace que la heterogeneidad de intereses derive en heterogeneidad de políticas no siempre acordes con los intereses y conveniencias del bien común y todo ello, en los resultados, hace menos gobernable al país por los senderos que señalan la Constitución y las leyes. Esta ingobernabilidad se hace más grave cuando rige sólo la voluntad de una persona que se hace totalitaria en sus sentimientos y en su proceder porque no es posible gozar de gobernabilidad con la presencia de un solo partido y los resultados muestran que siempre es preferible contar que un partido pueda adoptar sistemas proporcionales con otros.

La carencia de valores y principios dificultan el respeto a los derechos humanos y determina que la anarquía sea parte indivisible de la forma y medios de gobernar. Por ello, el Libertador Simón Bolívar decía: “...la anarquía destruye la libertad y la unidad conserva el orden y, además, sin virtud perece la república”. Estas verdades han sido, muchas veces, práctica de nuestra vida republicana porque las posiciones contrarias al bien común han creado anarquía y con el reinado de ésta se ha perdido la libertad y las virtudes y valores han dejado de tener vigencia. Estas situaciones han determinado que muchos regímenes pericliten porque ellos mismos, por carencia de valores y principios, han perdido respeto por sí mismos y por el pueblo.

El respeto al pueblo es respetar la dignidad del ser humano y todo ello implica actuar con amor, consideración y humildad, condiciones básicas para un accionar digno que siempre podrá ser constructivo y será salvaguarda de las virtudes que hagan de pueblo y gobierno dignos de vivir y avanzar por los caminos del progreso material y de la perfección de los valores espirituales.

Cuando los gobiernos actúan conforme a valores y principios, respetando al pueblo que los eligió y les permite administrar el poder, pueden estar seguros de actuar en consonancia con lo que corresponde al bien común y es el pueblo el que sabrá responder con holgura a todo lo bueno que se haga por él.

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